Alza de la basura al pobre
Ser profesor de Religión es ser una especie de seleccionador. Contar con los grandes de la cultura, los consagrados, y estar muy atento a los valores emergentes para enriquecer el banquillo. Los equipos a los que se enfrentan cada curso vienen ya organizados. Planifica cada partido según categorías y características, y a jugar. Para que el juego fluya, realiza alguna tarea arbitral. Sin mayor problema, está a favor de ambos equipos. El juego persigue que se diviertan y ganen todos.
A la nutrida selección añadí a mediados de los noventa del siglo pasado a Pedro Opeka, el misionero paúl que el Papa Francisco visitó en Madagascar en septiembre. Treinta años en la misión de transformar un basurero, literalmente, en una bella ciudad de veinticinco mil habitantes. Así que comencé este curso invitándolo a clase. Fue abrir el reportaje y quedar el aula impregnada de esencia de humanidad nueva. Un espectáculo, ante los ojos atónitos de pequeños y grandes. Todos entienden ahora aquello del Génesis de colocar al hombre en el jardín de Edén para que lo cuidase. Comprenden que hasta la pobreza más miserable de un basurero deja de ser fatalidad. El trabajo es fuente de dignidad. Pedro no les regala nada: los quiere demasiado como para matar su coraje jugando al paternalismo. Ellos lo saben, y así se lo dicen en medio de la basura al periodista que les pregunta qué es Pedro para ellos: “Es padre, madre, hermano”. Pedro pertenece al banquillo de san Vicente de Paúl, alma máter de lo que hoy conocemos como servicios sociales. Aquí tampoco existe generación espontánea. La misión es dura; a ratos, se presenta imposible. “Pero tengo un amigo, Jesús, que me da siempre la fuerza de continuar”, dice Pedro. Su susurro: “Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre para sentarlo con los príncipes”.