¿Cuándo empieza un alumno a aprender (de verdad)?
Quiero preguntarme por el alumno que comienza a aprender algo “por sí mismo”.
Digamos lo evidente: no todo lo que se enseña, se aprende. Las razones son múltiples, por supuesto. Pero quiero preguntarme por el alumno que comienza a aprender -algo que es siempre “por sí mismo”-. ¿Qué es lo que ocurre para que dé semejante salto?
En la historia encontramos varias respuestas, que ni citaré. El sistema pedagógico se asienta, todavía hoy, en la obligación. No tanto en transmitir un deber del que el alumno pueda hacerse cargo responsable y autónomamente, sino en diseñar un camino uniforme por el que el alumno debe transitar. Si va despacio, si se sale de él, una serie de penalizaciones quieren ser “las mejores ayudas” para enderezar a quien se tuerce.
Otra visión se establece desde el asombro, la novedad. Se pretende situar al alumno ante lo desconocido y despertar una cierta curiosidad e intriga, como si fuera una historia narrada para desvelar una especie de secreto o encontrar un tesoro. Mientras tanto, continuar mapeando y aprender a utilizar herramientas e instrumentos acordes al objetivo. Es interesante, en este sentido, ver la correlación que se establece entre el alumno y la realidad y cómo la afronta. Pero de novedad permanente no se puede vivir, ni el maestro es capaz de generarla.
Una tercera vía, por necesidad. Sin lugar a duda, aprendizajes mucho más sólidos que los prefabricados artificialmente. El problema evidente, no todos tienen las mismas necesidades. La diversificación y la personalización, que asusta enormemente y no es para menos, da lugar a innumerables posibilidades y la gestión disparada de recursos adaptados. Pero la necesidad, quién no lo sabe, es maestra de vida como ninguna otra. En la escuela, como ese entorno pacífico en forma de invernadero, cuando no cárcel del alma, la necesidad entra a cuentagotas. Incluso, diría yo, hay miedo a reconocer las verdaderas necesidades de nuestros alumnos. No digamos después de una pandemia y lo que se ha vivido. No digamos después de la experiencia histórica de cada uno de ellos. Hay miedo a tocar ese mundo. No sea que… ¡A la primera vía, la del olvido de todo lo demás que no sea el currículo, el camino, el iter!
La cuarta, el amor. Cuando algo se ama, con pasión e ilusión, se busca conocer más y más. Solo se ama, también es cierto, lo que se conoce; no puede ser de otro modo. La vida tiene que presentárnoslo, por el cauce que sea. Pero conocido y amado, comienza el aprendizaje más entregado. Sin los romanticismos torpes con los que se contamina el amor. Con la entrega sacrificada que le es propia, con la donación de sí y la atención que cautiva. Ahora bien, la chispa fecunda del amor inicial debe ser cultivada. En la escuela se puede poco más que, en este sentido, golpear piedras entre sí una y otra vez, con la ilusión que el profesor pone en lo que hace cuando es ya su vocación, no su trabajo. Las chispas, sin embargo, deben prender en alumnos acogedores y despiertos, capaces de recibir lo máximo.
Me duele ver callados, casi avergonzados e intimidados, a los alumnos que disfrutan aprendiendo y a los que les entusiasma saber. Me duelen los macarras que muestran reiteradamente su desprecio por el saber. Ahora bien, me entusiasma el alumno valiente que, con disciplina y diligencia, va dando pasos cortos y pasos largos en su propia aventura, comenzando a ser más libre de lo que reconoce y va cultivando pacientemente su mejor futuro, que será siempre un mejor futuro para muchos otros.