GREGORIO
Publicado en el número 3401-342 de la versión en papel. Junio-Julio de 2020.
La escuela tampoco está exenta de la tentación de la autarquía, de la autorrefencia, se dice ahora; en lenguaje coloquial, mirarse al ombligo. En las lejanas décadas de los 50 y 60 del siglo pasado, la forma natural de seguir en la escuela a partir de los doce, en los pueblos, era “ir a los frailes”. Suele pasar con las grandes obras, no se ha escrito, todavía, en la conciencia social la deuda contraída con las Congregaciones religiosas por su labor de auténtica promoción de la justicia social, escuela para todos, haciendo cierta la igualdad de oportunidades; esa equidad que cacarea la actual ministra del ramo.
Lo traigo a cuento porque hace cuatro días ha muerto Gregorio, el 20 de mayo. Gregorio Riaño Torres era (me cuesta escribir en tiempo pasado) misionero del Corazón de María, hoy más popularmente conocidos como Claretianos. Gregorio era burgalés, de Cerezo de Río Tirón, mi pueblo. Y algo había en el aire que desprendía que sedujo al pequeño monaguillo que era yo entonces. Flotaba un no sé qué tan cierto y claro, al celebrar la misa, al revestirse en la sacristía, la compostura, tan natural… Al cumplir los doce no tuve duda, me fui con los claretianos.
Los años van desvelando el porqué. Confidencias en los largos paseos por los campos del pueblo, estrecha colaboración en sus tareas parroquiales… van entregando las claves. Y la música, que tanto nos unía… Él era un Maese Pérez (tema con el que me estrené en esta columna hace años), tocaba el órgano como apoyo al canto del pueblo. Gregorio era melodía de amistad a prueba de rayos, como confirman los amigos que partieron antes que él, y los que ha dejado. Era servicio cercano y discreto. Era aire del Espíritu, publiqué hace años. Lo que haya podido yo aportar a la escuela, se lo debemos en gran medida a Maese Gregorio Riaño, misionero claretiano.