Tres niveles de reacción educativa
La situación de confinamiento provocó un cambio radical en el escenario de la actividad educativa. De repente, escuelas y colegios se vieron en la necesidad de reestructurar su modo de actuar: había que responder al reto de una actividad no presencial. Creo que las diferentes respuestas que se han ido dando pueden ser clasificadas en tres niveles distintos.
El primero es el de la necesidad de la respuesta inmediata: había que garantizar que nuestros alumnos mantuvieran su proceso de aprendizaje. Entonces, los que estaban instalados en un modelo digital lo potenciaron y los que no intentaron poner en marcha plataformas con el fin de conectar alumnos y profesores. Creo que la tecnología ha sido la gran protagonista de este primer nivel de reacción y que esta experiencia nos puede aportar grandes lecciones para el desarrollo futuro. La brecha que esta circunstancia ha puesto de manifiesto debe hacernos pensar a todos para hacer un planteamiento inteligente y generalizado de la, por otra parte imprescindible, incorporación del mundo digital a la educación. Urge afrontar este reto. Afortunadamente, los profesionales de la educación han demostrado una entrega y dedicación admirables. Resulta que dos sectores clave de nuestra sociedad (el sanitario y el educativo) están poblados de miles de profesionales vocacionados y entregados. Bienvenido sea este reconocimiento siempre y cuando se traduzca en un cambio en la consideración social del profesorado. En este nivel de intervención, y en el caso de la escuela católica, apareció la urgencia de afrontar las consecuencias económicas. Las instituciones tocaron a arrebato y dedicaron tiempos y energías a buscar las mejores soluciones.
Una vez se consiguió poner en pie una estructura que permitiera esa mínima continuidad de la actividad, apareció la segunda necesidad. Ahora, había que acompañar a profesores, alumnos y familias. En este nivel, el protagonismo no fue de la tecnología sino de la capacidad de los equipos directivos para estar cercanos y aportar los recursos afectivos necesarios. Cada uno de ellos necesitaba un tipo de acompañamiento distinto: todos los protagonistas del proceso educativo se encontraban en situaciones completamente distintas y, en ocasiones, nada fáciles.
Educar de esta experiencia
El tercer nivel se sitúa en lo que yo llamaría una lectura educativa de la situación. La clave de este nivel se resume en una pregunta: ¿qué vamos a hacer para convertir esta vivencia en experiencia? Todos los que nos dedicamos a la educación sabemos de la importancia de este tránsito y de su enorme dificultad. La vivencia es la irrupción en bruto de una realidad que se me impone y cuyo impacto me desestabiliza afectivamente. Pero lo que produce crecimiento es el momento en el que esa vivencia llega a convertirse en experiencia. Esto ocurre solo en el momento en el que la persona da sentido a eso que vive y lo incorpora a una narración. No cabe la menor duda de que esta situación es una vivencia en toda regla. Para eso, hay que poner en juego identidades activas que impregnan toda nuestra acción educativa con los valores que emanan directamente de la visión cristiana del mundo, tan bien explicitada en nuestros días por el papa Francisco.
Como siempre, echamos en falta una auténtica propuesta creativa en este tercer nivel por parte de los responsables de las instituciones que rigen la escuela católica. ¿Dónde está esa palabra educativa concretada en acciones dirigidas a nuestros educadores, alumnos y familias? Hay que atender los dos niveles primeros, pero sin este tercero nos quedaremos en una gestión de la crisis asegurando, eso sí, la viabilidad económica e, incluso, encantados porque tenemos un alto nivel de tecnología en nuestros centros. Los medios de comunicación rebosan de declaraciones de sociólogos y pensadores para que analicen el después. ¿Qué presencia hemos tenido desde la escuela católica como líderes de opinión en nuestra sociedad?