No hay reconstrucción social sin verdad ni solidaridad
Toda catástrofe conlleva una reconstrucción posterior, en la que es más urgente que nunca la cohesión social. Son muchos los ejemplos históricos de reconstrucción tras un hecho traumático. Nos centramos en concreto a un tiempo, el de los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, y a un país, Francia.
El tiempo de confinamiento que vivimos en los primeros meses de este año despertó en muchas personas el interés por la lectura, sobre todo de aquellas obras literarias en las que se presenta la difícil situación de las sociedades ante acontecimientos catastróficos, bien sean guerras, desastres naturales o pandemias. En cualquiera de esos relatos, que son una constante en la literatura universal, siempre acaban contraponiéndose las actitudes solidarias y las de quienes solo piensan en su propia supervivencia. Y es que, en definitiva, solo caben estas dos opciones: vivir de espaldas a los demás en busca de la propia seguridad o compartir un destino común para brindarse ayuda mutua. La opción más “segura” y en apariencia de menor riesgo es la primera, pero, al final, no saldrá bien, porque no hay nadie tan poderoso como para blindarse ante la vida o ante la muerte.
Insensibilidad, solidaridad e intento de volver al pasado
Hay un relato de Edgar Allan Poe, La máscara de la muerte roja, que está considerado como un clásico de la literatura de terror, aunque es muy adecuado para la época en la que vivimos. La gente de un país imaginario muere de una enfermedad caracterizada por agudos dolores y un súbito desvanecimiento, al tiempo que se extienden por sus cuerpos toda clase de manchas purpúreas. Este espectáculo, en palabras del escritor, cierra a las víctimas “a todo socorro y toda compasión”. En contraste, el príncipe Próspero, considerado como “feliz, inteligente y sabio”, se oculta en su castillo, con un millar de sus cortesanos, y se aísla del mundo exterior con una despensa abarrotada y toda clase de festejos. Pensar en lo que sucede al otro lado, donde sus súbditos mueren fulminados, no entra en sus cálculos: “Sería una locura afligirse o pensar en él”. Pese a todo, pasados casi seis meses desde el inicio de la pandemia, el príncipe organiza un baile de máscaras y, allí, se colará un extraño personaje, envuelto en un sudario que lo envuelve de la cabeza a los pies. Lleva una máscara que recuerda la rigidez física de un cadáver. Pero no es un enmascarado, es la propia enfermedad, que ni Próspero ni sus cortesanos podrán detener. Finalmente, “la tiniebla, la ruina y la muerte roja” se enseñorean del castillo del príncipe. De nada le ha valido a Próspero su insensibilidad ante la desgracia de sus compatriotas. Lo cierto es que un sinfín de ejemplos históricos o literarios no bastan, sin embargo, para convencer a aquellas personas que solo conciben, sobre todo en la práctica, la sociedad como una yuxtaposición de individuos.
El sufrimiento acerca a los seres humanos.
La desgracia siempre une y todos buscan algo que dar o algo que recibir
No obstante, en estas situaciones extraordinarias no todos se comportan como el príncipe Próspero. El sufrimiento acerca a los seres humanos. La desgracia siempre une y todos buscan algo que dar o algo que recibir, aunque solo sea una palabra de aliento, en ocasiones mucho más eficaz que todos los objetos materiales. Sin embargo, cuando las calamidades han cesado, llega la hora de la reconstrucción, física y moral a la vez, y en esos momentos existe el riesgo de olvidar los tiempos dramáticos. Tal como decía Henri Murger, representante de la bohemia romántica francesa del siglo xix, “la ingratitud es hija del bienestar”. Esto no debería ser así porque, en las épocas posteriores a las catástrofes, es más urgente que nunca la cohesión social. Sin embargo, no aprendemos ni del pasado más reciente e, incluso, podemos agobiarnos pensando en que las cosas podrían haber sido de otra manera. Por eso las reconstrucciones nunca son sencillas. Se diría que la principal aspiración del ser humano es que todo vuelva a ser como antes, y hacemos planes para que sea así, pero es ilusorio porque el pasado nunca regresa para ser vivido como antes. Un proceso de reconstrucción social puede tomar como referencia una nostalgia de lo pretérito, pero el transcurrir del tiempo terminará por demostrar que vivimos en una nueva época.
Cuando la reconstrucción se alimenta de mitos
Serían muchos los ejemplos históricos de reconstrucción social tras un hecho traumático. Me gustaría ceñirme en concreto a un tiempo, el de los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, y a un país, Francia, duramente afectado por la contienda. De hecho, a través de la geografía francesa nos encontramos monumentos en homenaje a los muertos en la guerra de 1914-1918. Plazas principales, rótulos de calles o inscripciones en las iglesias son un homenaje a los franceses que murieron en el frente. Permanece en la memoria colectiva, amplificada por el cine y la literatura, el recuerdo de aquella contienda de trincheras, a la que se intentaba presentar como heroica pero que demostró ser una carnicería sin sentido, en la que los soldados corrían hacia la muerte tras salir de las trincheras a toque de silbato. Cualquier historiador experto nos diría que todo eso no surgió por casualidad, pues, en la Europa anterior a 1914, se produjo una frenética carrera de armamentos y los nacionalismos sofocaron con facilidad las escasas voces de un naciente pacifismo que advertía sobre las trágicas consecuencias de la guerra; sobre todo, por la multiplicación de la capacidad destructiva de las nuevas armas. Con todo, en los primeros años de la posguerra en Francia, se seguía cultivando el mismo discurso nacionalista y heroico de años atrás, pero, a la vez, surgieron voces que desmentían tales planteamientos. Un excombatiente, el escritor y periodista Jean de Pierrefeu (1883-1940), publicó en 1923 su libro Plutarque a menti. El mundo fascinador de los héroes, presente desde hacía siglos en las Vidas paralelas del historiador griego, quedaba desmentido por el autor tras las experiencias de la guerra total y del infierno de las trincheras. Los obuses, la metralla y el gas mostaza contribuyeron a llevarse por delante el relato de las vidas ejemplares que se enseñaba en las escuelas o nutría la propaganda oficial. El libro de Pierrefeu conoció diversas ediciones y le acompañó la polémica, aunque pretendía ser una advertencia contra la mitificación de un heroísmo que difícilmente podía ajustarse a las nuevas realidades bélicas.
El capitán Charles Delvert: del heroísmo a la frustración
Los primeros años de posguerra en Francia no estaban, en realidad, para muchos heroísmos. La desmovilización había sido lenta y, en algunos casos, se prolongó un par de años, pues las autoridades temían que se reiniciaran las hostilidades con una Alemania humillada por el Tratado de Versalles. Pero la reconstrucción francesa no honra a todos los excombatientes por igual: los mutilados saben que nunca llevarán una vida como la de antes y ocultan en lo posible sus muñones o sus cicatrices, aunque la suerte de los antiguos prisioneros de guerra es probablemente mucho peor, pues sus propios compatriotas ponen en duda su valor. Ser prisioneros del enemigo les ha librado de las trincheras. En consecuencia, solo existe lugar para los héroes, que exhiben orgullosos sus condecoraciones, y ese orgullo crece exponencialmente si no les han quedado secuelas físicas importantes de la guerra, pues de las psíquicas no se ha salvado nadie. Por tanto, los primeros años de la reconstrucción se caracterizan por la exaltación del heroísmo. Tenemos el caso de Charles Delvert (1879-1940), un profesor de Historia que desarrolla su actividad en diversos liceos franceses hasta que es movilizado en 1914 y alcanzará en el frente el grado de capitán. En aquella guerra considerada patriótica, en la que los franceses aspiran a recuperar Alsacia y Lorena en manos alemanes, muchos maestros y profesores prácticamente olvidan su oficio, aunque esto suponga entrar en una rutina mucho más temible que la de las pizarras y las tizas. Cuando vuelvan a la normalidad, estarán muy marcados por su experiencia bélica, de tal manera que las clases de Historia, como las que impartía Delvert, serán más la evocación de sus experiencias subjetivas que la exposición erudita y ponderada de los hechos. La afasia es una de las secuelas que presenta Delvert, lo que, en ocasiones, le impide expresarse con claridad al hablar en público, pero eso no es un gran obstáculo. Al contrario, es el testimonio vivo de lo que el antiguo capitán ha padecido por su patria. Podría afirmarse que, en los alumnos, y en gran parte de la sociedad, se difunde la convicción de la gran victoria alcanzada por Francia, cuando, en realidad, los costes humanos, sociales y económicos han sido tan altos que explican las exigencias de reparaciones de guerra a Alemania. Esto puede servirnos para recordar que una reconstrucción social no debería alimentarse de mitos que no hacen honor a la verdad. Es preferible mostrar las cicatrices y, con ellas, la compasión que puede mover a la solidaridad. Con la guerra, todos han perdido algo o a alguien. Las medallas y las ceremonias de homenaje pueden ser merecidas, pero el orgullo debería dejar también un hueco para las lágrimas.
En la historia de Charles Delvert, el paso de los años de su carrera docente descubrirá otra realidad que nada tiene que ver con sus clases de la inmediata posguerra. En la década de 1930, el profesor ha superado los cincuenta años, si bien los informes de la inspección atestiguan que no le resulta fácil mantener la disciplina en clase. Sus alumnos ya no le ven como un héroe de guerra, sino como un hombre prematuramente envejecido, con un gran deterioro físico y moral. Ha asumido tan profundamente su papel de héroe de Verdún que su discurso se ha vuelto monótono y su auditorio, distanciado de aquella época, solo percibe en sus palabras y en sus gestos las rarezas de un viejo. Esto explicaría que, a los sesenta años, en 1939, Delvert opte por la jubilación.
Este testimonio puede servir para resaltar los defectos de la reconstrucción social, en este caso educativa, en la Francia de entreguerras. Se da primacía al discurso heroico, aunque, al mismo tiempo, se ocultan los errores y los horrores de la guerra. Esto implica, se quiera o no, olvidar a los muertos, aunque no sea incompatible con levantarles monumentos en cada rincón de Francia. Cabe recordar que un gran director de cine francés, Abel Gance, realizó en 1919 y 1938 dos películas de idéntico título, J’accuse, cuya secuencia más impactante es aquella en la que los muertos en la guerra se levantan de sus tumbas para evitar el estallido de un nuevo conflicto.
La reconstrucción francesa de entreguerras, aplicable también a lo sucedido en otros países, fracasa porque se deja arrastrar por el peso de las ideologías, de los totalitarismos de ambos lados. Unos piensan en un pasado mítico y otros en un futuro utópico, pese a tener en común su rechazo del presente. Sin el necesario realismo de mirar al presente, no se puede construir el futuro. Pero, al mismo tiempo, ese presente es un hijo de un pasado, que no debe ser manipulado por intereses espurios. En caso contrario, podríamos decir de una reconstrucción lo que se dice de las guerras: que su primera víctima es la verdad.
Reconstrucción y solidaridad
Conviviremos todavía con una pandemia, a la que suelen acompañar otros virus, el de la falta de veracidad y el del individualismo. Esos virus perjudican toda reconstrucción. En palabras del papa Francisco en su audiencia de dos de septiembre de 2020, “para salir mejor de esta crisis, debemos hacerlo con solidaridad”. El pontífice reflexiona desde la perspectiva de la fraternidad humana, más allá de los aspectos religiosos e ideológicos. Hay que partir de la interdependencia de los habitantes del planeta, porque “nuestra interdependencia se convierte en dependencia de unos hacia otros, pues, al aumentar la desigualdad y la marginación, se debilita el tejido social y se debilita el ambiente”. Estas palabras podrían aplicarse perfectamente a todo proceso de reconstrucción, en el que no se debe marginar a otros. Sin embargo, los intereses políticos y económicos pueden llegar a oponerse a los intereses de la sociedad en su conjunto. Dichos intereses parecen estar empeñados en que las cosas vuelvan a ser como antes, como si nada hubiera sucedido, y ese afán puede llegar hasta el extremo de oscurecer cualquier otra cosa ante la opinión pública y ocultar los sufrimientos y las angustias de quienes han padecido las consecuencias de la pandemia. Falta el criterio de la solidaridad y lo recalca, como tantas otras veces, el papa Francisco al señalar que “solo siendo solidarios podremos salir adelante, pues, de lo contrario, surgen desigualdad, egoísmos, injusticia y marginación”.
Toda reconstrucción social debería partir de la base de que
hay heridas que curar y personas a las que cuidar
Toda reconstrucción social debería partir de la base de que hay heridas que curar y personas a las que cuidar. La auténtica reconstrucción es hija de la proximidad. Los próximos, los prójimos, son la manera de demostrar que la solidaridad no se reduce a afirmaciones teóricas. La proximidad es la piedra angular de la solidaridad.