Universalidad y diversidad
Publicado en el número 345. Diciembre de 2020
En esta vorágine educativa tan crispada, me emerge la pregunta sobre la utilidad de la educación. El pensamiento moderno reivindicó la importancia de una buena educación para el ciudadano (que no para la ciudadana). Esta idea de una educación universal se extendió y materializó en el siglo xix. Muchas congregaciones religiosas surgieron para dar respuesta a la necesidad educativa de muchos niños y niñas. Era la primera vez que surgían congregaciones religiosas femeninas que se hacían cargo de la educación de las niñas, en una sociedad que las relegaba a las tareas domésticas y la crianza. El deseo de universalidad educativa ha sido posible realizarse en Europa y en otras zonas de la geografía mundial: una buena noticia en el siglo XX.
Sin embargo, el reto del siglo XXI no es tanto la universalidad de la enseñanza sino la diversidad del aprendizaje. Los últimos descubrimientos psicopedagógicos nos muestran que la enseñanza debe ser diversa pues nuestra diversidad humana la demanda. Que haya diversidad en la escuela es positivo: nos enriquece y nos hace entendernos mejor y dialogar con más fluidez. Que haya escuelas diversas también es positivo: significa que cada persona podrá optar por un tipo de enseñanza-aprendizaje más acorde con sus circunstancias.
Que estos modelos deben dialogar entre ellos es algo necesario, pues es un testimonio de que se acepta la diversidad y no se quiere imponer ningún modelo. Que se debe hacer un esfuerzo por dialogar con la Administración del Estado todos juntos (públicos, concertados, privados, con educación tradicional, innovadora, integral, libertaria, etc.) es casi una obligación evangélica. La diversidad es algo positivo, pero se debe construir, como se hizo en su día con la universalidad de la educación. Solo se puede construir si nos sentamos juntos y abrimos un diálogo productivo. La pregunta es, entonces: ¿cuándo lo haremos?