Vivir la diversidad
La diversidad está en el ADN de Europa. Usos y costumbres, lenguas y dialectos, culturas y religiones hacen de Europa un variopinto mosaico de pueblos, modelos políticos, estilos de vida, Iglesias, sistemas educativos.
Pero hay una diversidad particular que nos interesa tocar más de cerca en estas páginas: la religiosa. Dejemos de lado la extremada variedad de las relaciones jurídicas entre las Iglesias y los Estados europeos: en la práctica, notamos algunas diferencias radicales, numerosas semejanzas, pero en ningún caso un Estado europeo es igual a otro desde este punto de vista. Las investigaciones sociográficas nos describen desde hace años la tendencia de la religiosidad europea, ligada a las pertenencias institucionales tradicionales, y la que se expresa más espontáneamente en las denominadas nuevas espiritualidades, más o menos aconfesionales. El panorama que se nos describe no puede ser más variado, fragmentado y en continua evolución. El celoso culto de la propia individualidad del europeo lo lleva a construirse una fe a su propia medida, una religión del tipo “hágala usted mismo”. No obstante, es curioso constatar que los europeos se han vuelto bastante tolerantes frente a las diferencias de opinión, de doctrina y de prácticas rituales cuando estas diferencias se manifiestan en la vida de sus propios correligionarios o en seguidores de otras confesiones cristianas. Se trata de diferencias que no perturban a la opinión pública como en el tiempo de las guerras de religión. En general, hoy día parecen diferencias inofensivas porque están pacíficamente integradas en el sentir común de las sociedades europeas. Del mismo modo, tampoco las “espiritualidades poscristianas” le crean, en general, un problema al individuo europeo, que tiende a observar con una buena dosis de indiferencia las opciones privadas de sus semejantes, incluso dentro de la propia familia.
En cambio, lo que sí suscita problemas, que se han agudizado con el incremento de las migraciones, es la coexistencia con fieles de tradiciones religiosas no cristianas, como el islam u otras religiones asiáticas, a las que se teme por su proselitismo o radicalismo. Aquí la diversidad se torna en un asunto serio. La religión exterior a la propia cultura se percibe como una presencia invasora, hostil. Instintivamente se la rechaza o, por lo menos, se la considera sospechosa porque no forma parte de nuestra identidad, no comparte nuestros valores. Hay que superar esta aversión instintiva con una educación razonable y sistemática a la tolerancia, al diálogo y al compartir: una educación a la nueva ciudadanía (no solamente nacional, sino también europea) que debe comenzar desde los primeros años de escolaridad. En realidad, los niños de hoy tienen menos miedo a la diversidad de sus coetáneos, porque han nacido en un mundo plural y este es su hábitat natural. En eso se diferencian de muchos adultos que, habiendo conocido e interiorizado una cultura única y, junto a esta, una fe religiosa que se había constituido en parte integrante de su identidad cultural, experimentan una cierta resistencia mental y psicológica a aceptar lo “diverso”, especialmente en el plano moral, ético y religioso. Así pues, hace falta una valiente y vigorosa educación interreligiosa: más urgente para los ciudadanos mayores que para los menores, como invita a considerarla también la última encíclica del papa Francisco, Fratelli tutti.
Educar en la diversidad
La tarea prioritaria de la escuela es educar para vivir la diversidad en la igual dignidad de las personas. Así lo subrayan muchas directivas de organismos europeos. Así lo prescriben las políticas educativas de cada estado europeo. En toda Europa, los programas de muchas asignaturas escolares inician a los alumnos en un enfoque intercultural de varios saberes humanísticos. En particular, la asignatura “Religión” es un recurso ético y cultural llamado en primera línea a elaborar en la escuela: una visión inclusiva de las diversas sensibilidades religiosas y espirituales más allá de todo mezquino fundamentalismo; una visión ecuménica más allá de las celosas barreras confesionales; una construcción correcta de la identidad confesional del alumno, que lo capacite para dialogar con las otras legítimas identidades religiosas y no religiosas de su propio ambiente.