Tengo 95 años, soy maestro, jubilado, pero maestro. ¡Y han cambiado tanto las cosas! Ya no huelen las aulas a la viruta de madera de los lápices recién afilados; ya no se emborronan los cuadernos con el negro de la tinta y el plumín; ya no se oye el golpe seco de la cajonera abatible de los pupitres de madera; ya no envuelve a las escuelas y a sus maestros esa aureola de sabiduría antigua, grande, inaccesible, pero entrañable; ya no hay encerados con borradores polvorientos; ya no llevamos y traemos la enciclopedia Álvarez; ya no… ¡hay tantas cosas que ya no!
Ahora las aulas huelen a nuevas tecnologías; ahora las salas se transforman y son espacios abiertos y polivalentes; ahora los libros pesan más que los conocimientos que contienen; ahora las escuelas visten grafitis y los maestros son tratados casi como “colegas”; ahora lo que sabemos y lo que no sabemos cabe en una agenda electrónica, un ordenador portátil o una conexión a Internet; ahora… Ahora las cosas son de otra manera. Ni mejores ni peores. En el cambio, en el avance ineludible de la vida se ganaron cosas, se conquistaron libertades y se perdieron o se olvidaron otras.
Cuando yo empecé a enseñar, con dieciocho años, ser maestro era como tener un trabajo antiespecilizado que consistía en construir personas. Luego, con el paso del tiempo, dejamos de representar el mérito y la autoridad intelectual y no siempre fuimos respetados. Los que habíamos sido parte fundamental de pueblos y ciudades (el boticario, el médico, el cura y ¡el maestro!), nos convertimos en supervivientes de esos mismos lugares. Muchos, de los de mi generación, sucumbieron al desánimo, al hecho de no encontrar un nuevo lugar, en una nueva y emergente escuela y con unos nuevos y, hasta extraños, alumnos y alumnas. Otros hemos preferido no lamentarnos de ¡cómo han cambiado los tiempos! y adaptarnos a ellos como un nuevo reto que afrontar. Nuevos tiempos exigieron nuevas formas de enseñar, porque nuestros chicos y chicas también avanzaban con nuevas formas de aprender. Imagino que nada de esto muy diferente a lo que se vive hoy.
Mi gran motor fue acompañar a niños y jóvenes. Porque nuestros jóvenes viven sin mapas del mundo ni de sí mismos y, lo grave, es que nadie les suspendió por no saber esa lección.
Hoy ya estoy jubilado de la labor de enseñar matemáticas, o lengua o el resto de las materias. Pero no estoy jubilado del hecho de educar. Uno es profesor de profesión, pero maestro, educador, se es de vocación y la vocación impregna y envuelve toda tu vida, todo tu ser. A todos los que han pasado por mis manos, espero que les haya quedado, lejos de los conocimientos y los saberes, algo de mi talante, algo de mi persona, algo de mi entender sobre la vida, de cómo vivirla, de cómo entenderla, algo de mis virtudes y algo de mis errores, algo de lo que soy. Sobre mi mesa y en mi maletín, estaba todo esto.
En esa tarea de construir personas, uno, casi comete el sacrilegio de querer ser un poco Dios. Porque educar es creer en este ideal de hombre para formar una sociedad, igualmente ideal. Porque olvidé decirles, cuando hablada de cómo uno es educador, que ser educador, básicamente, es ser un soñador.
Me dediqué a lo más hermoso que uno se puede dedicar: mostrar a otros el camino para transitar por la vida, éste corto pero intenso camino, que a cada uno nos toca vivir de una manera diferente.
Hoy ya no estoy al frente de un grupo de alumnos y alumnas, pero sigo creyendo en que la única forma de hacerlo, de educar, es amando. Hay que amar a los chicos y a las chicas, decírselo y demostrárselo. A ellos, hoy en día y más que nunca, se les gana por el corazón. La educación es una cuestión de amor. Y eso nada tiene que ver con a qué huelen las aulas, qué utensilios utilizamos, cómo son los alumnos y alumnas, qué representamos los maestros o qué libros guardan el saber.
Las aulas son una microsociedad que repite los esquemas y patrones de la gran sociedad que hay afuera. Todo lo que deseamos, conseguimos y soñamos para nuestra clase, es lo que quedará para el mundo que habitamos o el que dejemos en herencia a los que vengan detrás. El reto es importante y merece la pena. Por eso, desde los dieciocho años y durante cincuenta años he sido educador.
Con eso me quedo. Sigo siendo MAESTRO.