Cuando un monte se quema
Querríamos estar plenamente encarnados en la cultura, pero nos vemos out. El nacionalcatolicismo nos ha dejado en la irrelevancia católica. “Cuando un monte se quema, algo suyo se quema”.
La Iglesia arde, escribe Andrea Riccardi. Es un libro muy interesante, sobre el que aparecerá una entrevista y una nota en la barcelonesa revista cultural El Ciervo. Se trata de un magnifico ensayo sociológico de un historiador que, en 1968, comenzó con otros la Comunidad de Sant’Egidio. Más tarde, ministro de un gabinete italiano de crisis, uno de esos gobiernos técnicos que gusta tanto a los italianos. Cuando vienen “maldades”, turbulencias, siempre con el beneplácito tácito de la Santa Sede y del partido comunista o sucesores, un alto funcionario o un alto directivo de la banca, como Mario Monti, o ahora Mario Draghi, saca las “castañas del fuego”. No es un “hombre providencial”, no es dios, como piensan los franceses, no. Al fin, ¿no fueron los romanos los inventores de la dictatura de seis meses? Este es uno de los sistemas políticos más estables del mundo, a pesar de la apariencia. En el Vaticano saben que nada es lo que (a)parece y tienen oído para las antenas de los de Sant’Egidio, los “jesuitas” de hoy, una poderosa red de “diplomacia paralela” con unos treinta mil adherentes.
Desde los años sesenta, vivimos en un tiempo extintor de tradiciones que nos sigue exculturando. La palabra contracultural nunca me gustó y nunca debería ser sinónimo de católico. Conocemos las ciudadelas de los siglos XIX y XX. Ahora es diferente. El viejo neologismo californiano no nos sirve, la “Benedict option”, tampoco. Algunos querríamos estar plenamente encarnados en la cultura como mediación compleja. Pero nos vemos out, fuera de juego, a pesar de las apariencias, por ejemplo, los entusiasmos por Francisco. Pero ¿los “fans” del Papa están igualmente interesados por Cristo? Jesús no fue un influencer, su muerte no fue trending topic.
¿Los “fans” del Papa están igualmente interesados por Cristo? Jesús no fue un influencer
Más de una vez me he referido al documento del episcopado español de junio de 1979, el documento Palenzuela-Ferrer. Antonio Palenzuela fue obispo de Segovia; todavía esta Semana Santa en un pueblo segoviano alguien me hablaba con cariño del obispo que dejó de serlo de allí en 1995: no es frecuente que la gente hable bien de un obispo “olvidado” que dejó su servicio a aquella Iglesia hace veintisiete años; Paco Ferrer Luján fue un sacerdote inteligente, valenciano. El documento sobre la clase de Religión en la escuela decía que esta debe contribuir, entre otros fines de la escuela, a una inserción lúcida en la tradición cultural. Sigue vigente.
Bienes comunes
Notre Dame de París en llamas y la “ocupación nacional-islámica” de Santa Sofía, antes museo, ahora de nuevo confesionalizada, son el contrapunto. Muchos europeos lloramos por una Iglesia que ardió en París en abril de 2019, muchos lloraron sobre todo por un museo, mientras un poder, cada vez menos “laico”, se apropiaba de un museo, para volver a hacerlo lugar de culto. Ese intento es lo que, en 1936 en parte de España, desde 1939 en toda, al menos hasta el Concilio, pretendió el nacionalcatolicismo. El propio Álvarez Bolado reconoció rigurosamente en su ensayo de 1976 que quien lo había acuñado, como un “experimento”, fue aquel “cuñadísimo” de infausta recordación, el ministro filonazi de los años cuarenta. Aquel nacionalcatolicismo (hay otros) pretendía recatolizar la sociedad española, que ya en aquella década no lo era, o como en 1932 decía Gomà, obispo de Tarazona, “lo era poco”. Pretendía hacerlo desde el poder político-administrativo. Así nos ha ido. Nuestro catolicismo hispano tiene los pies de barro. Coadyuvantes los nacionalismos reprimidos, vasco y catalán, ambos pseudocatólicos, el nacionalcatolicismo nos ha dejado en la irrelevancia católica. Exculturados o rechazados por un lenguaje que nadie escucha, somos intelectualmente afásicos.
“Cuando un monte se quema, algo suyo se quema, señor conde”, añadió en Autopista Perich (1971). Entonces los bosques eran bienes comunes, bienes públicos en manos privadas, las de la vieja aristocracia con título. ¿A quién le importa que la Iglesia arda? En el siglo xxi, apenas quedan condes propietarios de bosques que se digan católicos.
Revista RyE N.º 361-62 Junio-Julio 2022