“Ante la duda, no actuar”. Me estoy acordado de esa frase que me repetían los monitores de primeros auxilios estas semanas a propósito del conflicto creado por la publicación de la declaración Fiducia supplicans del Dicasterio para la Doctrina de Fe, “sobre el sentido pastoral de las bendiciones”. Y es que, si hay una palabra cuyo significado se me muestra cristalino como el agua, esa es “bendecir” (decir bien), una palabra que, además, escenifica perfectamente eso del “lenguaje performativo”, el lenguaje que crea realidad. “Bien-decir” a un alumno, da igual que sea en una tutoría, en el foro de la clase o en una sesión de evaluación, levanta su estima y autoestima; lo visibiliza positivamente ante el grupo; pone en valor sus capacidades y competencias; etc. Pero, además, hace bien a quien “bien-dice”; saca lo mejor de sí mismo porque busca la cualidad del otro, la palabra oportuna y la ocasión propicia. Vamos, que de “bien-decir” siempre sale algo bueno y que, por tanto, de “bien-diciones” no conviene ahorrar, tampoco en enero cuando la cuesta parece más pronunciada en todo: hay que volver a clase; hay que pagar los gastos navideños que cargamos en la tarjeta de crédito; hay que examinarse. Vamos, que, aquí, ante la duda, “sí actuar”.
Digo todo esto porque en la Iglesia católica hemos cerrado 2023 y abierto 2024 envueltos en una pelea verbal de “mal-diciones”, de “decir mal” sobre quienes tienen la responsabilidad de haber publicado una declaración sobre las bendiciones, que me tiene un tanto confundida. En su número 20, el texto de Fiducia supplicans dice: “Quien pide una bendición se muestra necesitado de la presencia salvífica de Dios en su historia, y quien pide una bendición a la Iglesia reconoce a esta última como sacramento de la salvación que Dios ofrece”. Imagino que por eso se bendicen negocios de electrodomésticos, barcos en sus botaduras, primeras piedras de un edificio o cerdos vietnamitas e iguanas que, porque son mascotas, son llevadas por sus dueños a la iglesia el día de San Antón. Quienes bendicen en cualquiera de esos casos están convencidos de que implorar una “bien-dicha” palabra ayudará a los dueños del negocio de electrodomésticos a ser honestos con sus clientes y honrados cuando liquiden sus impuestos, además de que les hará “bien-dicientes” en la atención al público, y los dueños de las mascotas se sentirán aún más en comunión con el Dios que llama a la existencia todo lo que existe, y sostiene y embellece la creación toda.
Testigos del “bien-decir”
Así, que, ante la duda, ante cualquiera que se acerque a vosotros en la cuesta de la educación, y da igual que sea enero, febrero o marzo; en la cuesta de la burocracia; de la falta de disciplina; de la tensión con las familias; de los malos resultados del informe PISA; ante la duda: “siempre bien-decir”. Maestros y maestras, educadores todos, hagámonos testigos del “bien-decir”. La escuela es una plataforma social y eclesial donde el lenguaje de la bendición transforma la vida de las personas o personillas de hoy, ciudadanos de la Iglesia y la sociedad del mañana. Vamos a convencerlos de que vale la pena siempre “bien-decir”; de que de “mal-decir” no sigue nada bueno, porque la palabra que dice mal, contamina, mancha, horada, destruye.
Y, ojo, “bien-decimos” convencidos de quien está en el origen de todo bien, bondad y belleza es quien tiene el poder de transformar, elevar, fortalecer y dinamizar todo sincero deseo de recibir esa “bien-dición”. No somos nosotros; no es nuestra la propiedad de “bien-decir”, nosotros solo la administramos. Así que, “bien-digamos” mucho en nuestras escuelas que, además, ejercitaremos el músculo de la competencia en comunicación lingüística, que, entre otras cosas, ayuda a “comunicarse eficazmente con otras personas de manera cooperativa, creativa, ética y respetuosa”. ¡Lástima de algunos adultos de la Iglesia que no se educaron en el marco de la LOMLOE!
La escuela es una plataforma social y eclesial donde el lenguaje de la bendición transforma la vida