Heridas y mesura de la memoria
Me asomé al octogésimo aniversario de una triste jornada. En octubre de 1943, mil veintidós judíos romanos fueron deportados a Auschwitz. Los concentraron en la antigua escuela militar, en el Trastevere.
En el acto conmemorativo del dieciséis de octubre, convocado conjuntamente por la Communità Ebraica de Roma y por la Communità Sant’Egidio, estaban distintas autoridades, entre ellas el presidente de la República: no habló, solo presidió. El último en hablar fue el profesor universitario de Historia Andrea Riccardi, también fundador en 1968 de Sant’Egidio. En el acto, la presentadora leyó un texto de la senadora vitalicia, Liliana Segre, que había estado presa en Auschwitz-Birkenau. Dudo si había podido leer l’Osservatore fechado el 16/10/2023, pues envió su escrito antes, ya que no estaba en condiciones de poder asistir. Lo que sí pudo leer fue I dilemmi e i silenzi de Pio XII (2000), una valiosa monografía del gran historiador italiano del cristianismo, profesor en Trieste, Giovanni Miccoli (1933-2017), que dedicaba unas páginas (250-257) a la deportación de octubre de 1943. Aunque sin mencionarlo por su nombre, Segre echó en cara a Pío XII que no hubiese hecho lo mismo que en julio de ese año 1943 cuando de improviso, sin escolta y mientras aún duraban los bombardeos, acudió al barrio de la basílica de San Lorenzo. Quizá Riccardi sí había leído el libro, quizá también l’Osservatore de ese día. Quizá. No se notó. Se “asimiló” a la comunidad judía. Nadie habló en nombre de la Iglesia. Lo eché en falta. No escuché la voz de ningún cristiano. Como otras, esa herida sigue abierta.
En octubre de 1943, la ciudad de Roma era una “ciudad abierta”, controlada por las tropas alemanas. El rey estaba huido, el dictador italiano había sido cesado, el Vaticano era una isla prisionera en una Roma controlada por los nazis. El dictador alemán dio la orden de asesinar a los judíos de Roma. Los nazis, con colaboración de algunos carabinieri (otros no) hicieron redadas en el gueto. Hicieron rastrellamento. El diccionario (Mondadori, 1987) define así la palabra: “Operación militar y policial a gran escala para capturar personas”. A Ernst von Weizsäcker le habían “degradado” de secretario de Estado a embajador acreditado ante el Vaticano. A mediados de agosto de 1943, decía: “Se avecina algo inimaginable. Nos hundimos en el engaño, el fango”.
Intervención de la Santa Sede
Desde primerísimas horas de la mañana del dieciséis de octubre, alguien había avisado al Papa del comienzo del rastrellamento. Pacelli advirtió al secretario de Estado y este convocó al embajador alemán, quien preguntó al cardenal Maglione, secretario de Estado vaticano: ¿qué hará la Santa Sede si continúa el rastrellamento? El cardenal respondió diplomáticamente (claro y a la vez ambiguo); el embajador no informó a Berlín; “muy arriba” no podían conocer que el Vaticano protestaba; sería un fracaso como embajador. Algunos miembros del círculo antinazi de la embajada alemana, Freundes-und Mitwisserkreis, sugirieron una carta para el comandante militar de la plaza, general Stahel, urgiéndole a parar inmediatamente el rastrellamento, sotto la finestra del Papa. La carta pedía al general una “orden de suspender inmediatamente ese arresto” y advertía de que, si no se paraba, el santo padre adoptaría una “posición”. Dos horas después, según el historiador Jacques Nobécourt en Le Monde de aquellos días, el rastrellamento fue suspendido y cuatro mil judíos hallaron asilo en conventos y colegios eclesiásticos. La suspensión no fue decidida por Berlín tras fallar el “efecto sorpresa”, sino por las autoridades alemanas en Roma, tras esta intervención de la Santa Sede. El “ministro” británico Francis D’Arcy Osborne se refirió a eso en sus despachos a Londres. La pregunta que nos queda de aquel shabbat “negro” es: ¿iban a morir los previstos o los finalmente deportados? ¿Qué era mejor: salvar la imagen del Papa o salvar todas las vidas posibles? El hijo del embajador alemán, Richard von Weizsäcker, que fue presidente de Alemania (1984-1994), escribió en Vier Zeiten Erinnerungen (1999, página 128): “Quien no ha vivido una situación extrema, ha de juzgarla con mesura: no queda salida.
¿Qué era mejor: salvar la imagen del Papa o salvar todas las vidas posibles?