Por: Junkal Guevara
Entre unas cosas y otras, junio es un mes que yo relaciono con el fuego. Aunque este año no ha coincidido así, la fiesta de Pentecostés, evocando el fuego del Espíritu Santo, suele coincidir en junio, y, con Pentecostés, las confirmaciones de los jóvenes. Las hogueras de San Juan, tan celebradas en el Levante, son en junio. En junio, con el verano, desgraciadamente, empiezan a pulular los incendios forestales.
Total, que nos envuelven el fuego, su calor, su capacidad de cauterizar y purificar, su fuerza destructora; y, también, el Espíritu Santpo, nuestro “paráclito”, el que nos acompaña, guía, conduce, asesora… Quizá, por todo eso, en esta última página del curso, se me ocurre animaros a darle fuego a todo lo vivido. Naturalmente, no sugiero ni que queméis la escuela y, mucho menos, que paséis por la hoguera a alumnos, alumnas, equipos directivos, padres, madres, tutores, etc.
Lo que sugiero es que os animéis y animéis a los chavales a pasar por el fuego todo lo vivido a lo largo del curso: iluminar aquellas decisiones sin resultados claros; sanar el dolor de una amistad perdida o traicionada; cauterizar la herida de un fracaso académico; purificar la intención en el trato con los demás, sobre todo, si es interesado de más; etc.
Yo creo que esta sí que sería una buena competencia para tener en cuenta e incorporar, y, además, “clave”, de esas que “están ligadas al aprendizaje a lo largo de toda la vida”, porque cuán necesitados de fuego estamos, a veces, los adultos, pero qué difícil prender su mecha en los chavales si vamos nosotros mismos sin mechero. Fuego de la autocrítica; de la asunción del fracaso; de la cauterización de las heridas; de la disolución de las manías; etc.
En realidad, en una mirada creyente, fuego del Espíritu Santo al que atribuimos siete dones porque siete son los días de la semana de la creación (Gn 1,1-2,4) y, así, el Espíritu Santo, quemando con su fuego, posibilita en nosotros, en la sociedad, en las dinámicas de la historia, fuerzas para alentar la vida, animar sus rescoldos, restañar sus heridas, disolver sus toxinas.
Terminamos este curso escolar acosados, entre otros incendios, por los fuegos devastadores de la guerra entre Israel y Gaza con la que prácticamente inauguramos el curso; con la mecha de la violencia verbal y gestual de la política nacional; con las chispas de la división eclesial. A lo mejor sería bueno recordar los fuegos sanadores del congreso “La Iglesia en la educación. Presencia y compromiso”, que se celebró este mismo año en Madrid convocado por la Comisión Episcopal para la Educación y Cultura; del acuerdo para proteger los océanos; de la declaración Dignitatis humanae; de las películas Libres y Nacimiento; del zoológico de hologramas de Brisbane, que evita que los animales estén encerrados; etc.
A lo mejor ayuda que nos sentemos los claustros y las tutorías, y, por qué no, en la clase de Religión Católica, a evaluar; es decir, a que el Espíritu Santo y sus siete dones vivificantes purifiquen, aconsejen, alienten, consuelen a propósito de todo lo vivido a lo largo del curso. Competencia clave, ya lo dije previamente, que, además, nos ayuda a reflexionar, a comunicarnos, con nosotros mismos y con los demás, de forma coherente y honesta; que hace más críticos y más capaces de aceptarnos como somos; que pone cimientos de un proyecto de vida con más posibilidades de sortear los vientos adversos.
Darle fuego a Bilbao
¡Ánimo! Dejadme recordar aquella letra de una canción del grupo de música rock bilbaíno Doctor Deseo: “Hemos jugado entre basuras e ilusiones, miedo y la necesidad de escribir torcido, de andar al revés. Robando noches, buscando entre lo prohibido, sabores intensos, notas perdidas, viejo blues de una tormenta. Niña dame la mano, ha llegado el momento de quemar Bilbao, prender fuego al silencio, decir que no, y empezamos de nuevo. ¡Darle fuego a Bilbao!”.
Cuán necesitados de fuego estamos, a veces, los adultos, pero qué difícil prender su mecha en los chavales