Releer hoy la Charta œcumenica
En abril de 2001, se firmaba la Charta œcumenica, un documento hoy poco conocido. Sin embargo, la Charta era el fruto largamente madurado de un camino que las Iglesias cristianas de Europa habían recorrido.
El documento fue formado por las máximas autoridades eclesiales europeas de entonces: el cardenal de Praga, Miroslav Vlk, y el metropolita Jeremías, en representación de las trescientas cincuenta Iglesias ortodoxas, protestantes y anglicanas del continente. El texto fue redactado originalmente en alemán, pero traducido después a distintas lenguas. Los puntos neurálgicos de los doce parágrafos del documento abarcan un arco muy vasto de temas de primer orden: la urgencia de la unidad de la fe en la variedad de las confesiones, el anuncio común del mismo Evangelio, el necesario diálogo entre las Iglesias para reconciliar pueblos y culturas y para salvaguardar la creación, las relaciones todavía espinosas con el judaísmo, el islam, las otras religiones y las visiones no religiosas del mundo.
En torno a cada uno de estos focos el texto enuncia los principios inspiradores de actitudes ecuménicas correctas y sugiere algunos compromisos concretos. Por ejemplo, en el parágrafo 2, la Charta œcumenica compromete a las Iglesias a reconocer que “todo ser humano puede escoger libremente y a conciencia su filiación religiosa y eclesial” y que “nadie puede ser inducido a la conversión a través de presiones morales»” Aquí se hace evidente la prohibición de todo proselitismo. Otro ejemplo: en el parágrafo 3, el documento invita de forma decidida a reconocer los dones espirituales de las distintas tradiciones cristianas y a saber aprender unos de otros. En el parágrafo 7 invita a “resistirse a toda tentativa de instrumentalizar la religión con fines étnicos o nacionalistas”. Aún más explícitos son los llamamientos de los parágrafos finales (10-12) “a intensificar el diálogo con los hermanos y hermanas judíos”, así como “a ir al encuentro de los musulmanes con una actitud de estima” y a “trabajar en común con los musulmanes en inquietudes comunes”.
¿Qué queda de este documento a veinte años de distancia?
¿Qué frutos ha traído esta Charta œcumenica?
De inmediato se plantea espontáneamente la pregunta: ¿qué queda de este documento a veinte años de distancia? ¿Qué frutos ha traído esta Charta œcumenica? Para valorar la eficacia de este documento, no pueden olvidarse ante todo algunos hechos macroscópicos que se han dado en estos veinte años. A pocos meses de aquella firma, el once de septiembre, el atentado contra las Torres Gemelas provocó casi tres mil muertos. Pero también muchas ciudades europeas han sido víctimas de la violencia islamista. No es de extrañar que los máximos organismos europeos hayan dado directivas precisas a los ministerios nacionales de educación acerca de las nuevas responsabilidades de la escuela en el campo del pluralismo religioso. No hay ningún país europeo que no haya revisado de manera más o menos radical las prioridades educativas y los contenidos culturales de los currículos en materia de Religión. Entre tanto, en Roma se han sucedido tres Papas muy distintos entre sí. Es inconmensurable la distancia tanto doctrinal como de estilo entre el papa Wojtyła de la “Europa de dos pulmones”, las reservas críticas de Ratzinger sobre el islam y los viajes “ecuménicos” de Bergoglio a Estrasburgo, a Lund, a Abu Dabi y a Irak.
“Servir a un mundo herido”
Todos los mencionados son acontecimientos y afirmaciones que han redibujado el rostro del cristianismo en este comienzo de milenio, que han redimensionado ante nuestros ojos un cierto protagonismo de las Iglesias europeas de comienzos del siglo frente a los grandes dramas más recientes de la humanidad, entre los que se cuentan las migraciones intercontinentales, el avance amenazador de los populismos, la hecatombe ecológica, la amenaza de la pandemia. Sí, aquella Charta œcumenica ha envejecido, pero no ha pasado. Hace unos pocos meses halló un feliz heredero: se llama Servir a un mundo herido, firmado por el Consejo Mundial de Iglesias y por el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Es un texto muy valioso, oportuno, profético, que quiere ofrecer a los cristianos de todas las Iglesias “el impulso para servir a un mundo herido no solo por la pandemia de la COVID-19, sino también por muchas otras heridas”.