Por Junkal Guevara
La universidad es, más que nada, hoy una fábrica de empleo. Digan lo que digan, la gran preocupación de quien llega, el alumno (y de sus familias que pagan), es conseguir plaza en una titulación (doble, a ser posible) que “tenga muchas salidas”; es decir, que garantice el trabajo. Y la súper preocupación de quien le recibe, la institución, es posicionarse bien en la relación con la empresa; garantizar prácticas que vehiculen un posible contrato al terminar el ciclo de estudios, aunque sea precario; colarse con honores en el mundo de la “empleabilidad”.
Me detengo a escribir precisamente sobre el papel de la universidad y la educación en el marco del congreso que ha convocado la Conferencia Episcopal Española para febrero de 2024: “La Iglesia en la educación: presencia y compromiso”. Como responsable de un doctorado en Teología de una universidad que surge de la iniciativa social de la Compañía de Jesús, tengo que resituar el rumbo de navegación, no sea que se nos esté colando la preocupación por un impacto que solo se valore desde criterios meramente pecuniarios.
La universidad también educa; de “duco” (duco, ducere, duxi, ductum), ‘conducir’, ‘acompañar’, ‘llevar hacia’. La universidad conduce los saberes y acompaña las búsquedas de sus miembros hacia el bien social, como parte de eso que siempre hemos llamado la “responsabilidad social”. La universidad pone luces largas para iluminar dónde los grupos sociales, las estructuras organizativas, los servicios etc., están demandando innovación, transformación, profesionalización y, por qué no, revolución. Y, en ese momento, dirige todos sus recursos, personas, ideas, laboratorios, revistas, etc., para impulsar esas dinámicas, incluso la mediación cuando los poderes andan distraídos o enredados en sus propias agendas.
Pero la universidad de matriz eclesial, en cualquiera de sus formas jurídicas, inspiraciones o patrocinios, tiene, todavía más, la responsabilidad de conducir el conocimiento, y singularmente, el conocimiento teológico, a todas las áreas de la vida eclesial oscurecidas, necrosadas o desmotivadas. Los universitarios, los miembros de la comunidad universitaria, deberíamos sentirnos conducidos, con todo nuestro bagaje, al servicio de la Iglesia allí donde esta, enredada también en su agenda, reclama una palabra inteligente; una herramienta transformadora; una investigación alternativa; un experimento nuevo.
¿Cuál debe ser nuestra presencia?
“Renovar la presencia y el compromiso de la Iglesia con la educación”: así se ha expresado el objetivo del congreso que, desde primeros de octubre, está movilizando la reflexión compartida entre los responsables de todas las plataformas educativas de la Iglesia. Y me parece que ahí deberíamos detenernos quienes trabajamos en una universidad de matriz eclesial: considerar cuál debe ser el perfil de nuestra presencia, si requiere de nosotros algún rasgo o trazo singular, y qué nivel de compromiso exige de nosotros esa singularidad. Si no, andaremos como locos peleando por un impacto y presencia en modo clasificación, que no se debe despreciar, pero que no nos justifica, y desanimaremos a quien, entre nosotros, pensó que aquí conducíamos el conocimiento con otro criterio y en otra dirección.
Es posible no estar de acuerdo conmigo, pero, en mi opinión, el compromiso y la responsabilidad de una universidad de matriz eclesial es social, como cualquier otra, y eclesial. Eso significa que, de alguna manera, hay que priorizar inversiones sin impacto en clasificación alguna, pero de fuerte incidencia para conducir a la Iglesia en su esfuerzo de “dar razón de su fe” (1 Pe 3,15). Ahora que tenemos cardenales militando en la duda, es buen momento para que la universidad eduque y conduzca el conocimiento para despejarla; para que muestre los límites e ilumine los anchos itinerarios al interior de estos; para que desvele la capacidad del trabajo en equipo para “remar más adentro y echar las redes para pescar” (Lc 5,4).
El compromiso y la responsabilidad de una universidad de matriz eclesial es social y eclesial