El bien común
Vivimos en una era de desconexiones. Disciplinas que daban sentido a grandes finalidades se descartan por ser subjetivas, variables. Nos vemos abocados a una espiral de ausencias.
La ausencia de un bien común que pueda unificar la sociedad es ahora más patente. La sociedad occidental de la segunda mitad del siglo xx ha perdido la confianza en las utopías anteriores (nazismo, fascismo, comunismo, potencial de la energía nuclear para fines pacíficos, etc.); solo queda el presente inmediato. La política se convierte en la funcionalización de los medios, es decir, en el manejo de problemas técnicos, que se dejan en manos de los expertos en nombre del conocimiento científico, que se considera el único conocimiento verdadero. El sentido de responsabilidad moral personal se desvirtúa: yo no puedo ser responsable de nada, porque las consecuencias de mis decisiones son tantas y tan imprevisibles que se escapan de mi control.
Al mismo tiempo, la gestión de la política se hace muy difícil. El subjetivismo de los fines dificulta la consecución de acuerdos, más allá de intercambios de favores en el corto plazo. El Estado se enfrenta a la enorme variedad de preferencias desconectadas de sus ciudadanos, que trata de coordinar evitando los conflictos en el corto plazo; el interés común se convierte en una cuestión de procedimientos. Las preferencias personales se convierten en derechos: “yo quiero” equivale a “yo tengo derecho”, un derecho que se convierte en categoría moral. No hay normas éticas superiores con las que dirimir los conflictos políticos, de modo que la ley acaba convirtiéndose en criterio de moralidad: lo que dice la ley es moralmente bueno, y lo políticamente correcto acaba siendo lo éticamente correcto.
La autonomía personal exige el pluralismo moral: no puede haber un “deber ser” común para todos. La democracia exige el relativismo de los valores, de modo que los valores absolutos son sospechosos de totalitarismo. Y el individualismo lleva a la desinstitucionalización de la sociedad, al desmantelamiento de las instituciones, que eran las encargadas de gestionar los efectos negativos del sistema, que acaban siendo sustituidas por medidas de control, que los ciudadanos aceptan por temor a los conflictos que afloran por todas partes, por la falta de bienes comunes compartidos.
La ética personal es subjetiva y variable y no se puede pretender que los demás la acepten: no puede aplicarse a los asuntos públicos. Por tanto, la política es una disciplina autónoma, que no tiene por qué inspirarse en criterios éticos. Y lo mismo ocurre con las demás ciencias sociales y, en particular, con la economía. Si el agente determina autónomamente sus fines, que nadie puede criticar, la economía se queda en la gestión de los medios escasos disponibles para la satisfacción de esos fines.
“Las grandes finalidades se apagan”
En la desconexión entre las ciencias sociales y la ética, esta última tiene una parte importante de culpa. Desde principios del siglo xx, se considera que lo bueno no puede ser definido: se capta por intuición, pertenece al mundo de los valores, no de los hechos. Luego la moral no trata de hechos, sino de emociones. La ética no es capaz de dar criterios válidos para las distintas ciencias sociales. Al final, la ética moderna dispone de tres criterios para juzgar la moralidad de una acción: por sus consecuencias, es decir, por su contribución a los objetivos del agente (consecuencialismo), por cómo el agente se siente ante lo que ha hecho (emotivismo) o por el seguimiento de unos principios racionales establecidos desde fuera de la acción (deontologismo). La religión se queda reducida al ámbito personal, privado, desligado de toda manifestación pública y, menos aún, política. “Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo: esta es la alegre novedad” (Gilles Lipovetsky). Frente a ello, quizá el mejor diagnóstico es el que hizo el escritor, filósofo y periodista británico Gilbert Keith Chesterton: “Lo que se ha perdido en esta sociedad no es tanto la religión como la razón”.
La ética no es capaz de dar criterios válidos
para las distintas ciencias sociales