Conservo la tesela que recibí en la catedral en mi último acto de envío como profesor de Religión. Avanzado el curso, se matriculó la COVID-19 sin cumplimentar formalidades, pero imponiendo muchas, amén de inquietud y desconcierto. Al finalizarlo, me esperaba, sonriente, la jubilación. Esa pequeña pieza vidriada color verdoso, que llevo en el bolsillo pequeño, es como un “mini-sacramento” en calderilla. Pero proyecta sobre la tarea escolar de cada día todo el mosaico de la luz pascual celebrada en la ceremonia de envío. “Id y anunciad”, así, en plural, juntos en el camino (en sínodo). Formamos cuerpo con quien, levadura y sal, da sabor nuevo al pan de la cultura.
Él va delante, ayuda a discernir los insípidos panes de la obesidad y el hambre. Es fortaleza en medio de la metamorfosis social y cultural, hija de un capitalismo moralista, con disfraz anticapitalista tantas veces. Hija también del nihilismo que denuncian los poetas, “una nota perdida, palabra vacía, paso sin huella, una gota sin agua, nada de nada; una brisa sin aire soy yo, nada de nadie”. En el “enjambre digital”, colmena de individuos, que no personas, es imposible el “nosotros”. La “gran desvinculación” de todo, fábrica de identidades a capricho, adánicas, genera la típica frustración adolescente con sentimiento de orfandad. El estado de bienestar individualista juega a padrastro en el nuevo orfanato. Se odia y se combate la familia, quizá porque delata vacío solipsista y añoranza. Y la política, noble arte, jugando al politiqueo de clanes ajenos al bien común, pues el común no existe.
“Id y anunciad” la buena noticia, hay un aliento “brisa en las horas de fuego”. Susurradle al poeta (“mi corazón pedacitos de hielo”) el fuego que “infunde calor de vida en el hielo”. Cantad, con Cohen, a la paloma santa que transforma cada hondo suspiro en un aleluya fraterno.