Santa Claus
Ser profesor de Religión se parece a aquel restaurador al que encomiendan la tarea de devolver a una obra su esplendor original. Exige profundo conocimiento de la obra. Saber valorar su verdadera importancia. Solo así se puede calcular qué tiempo y medios merece la pena emplear en su restauración, o si esta merece la pena. Con frecuencia, su propietario ignora que tiene un tesoro, o califica de tal la baratija.
Todos los años por esta época me dedicaba con los alumnos a restaurar la imagen de Santa Claus que pintan las películas. Primera sorpresa: descubrir bajo capas de barniz y polvo de historias a una persona real, san Nicolás de Bari. Fue obispo de Mira (Asia Menor) entre los siglos III y IV. Un santo en el que Europa respira con sus dos pulmones: Oriente y Occidente. Lucía, la alumna tímida pero con presencia, nos proporcionó unos dibujos animados (Nicolás y los tres sacos de oro), técnicamente modestos pero eficaces para pintar el Imperio romano en el que se desenvolvía la Iglesia perseguida de entonces. El niño Nicolás, que aprendió del obispo que el tesoro de la fe es “entregarnos a los demás sin esperar recompensa”, ahora es el joven rico que comprende la mirada de amor de Jesús. Sabe que comprar un esclavo para dejarlo en libertad y convertirlo en amigo es un buen negocio. Que evitar con tres bolsas de oro que las tres hijas de un carpintero extorsionado caigan en manos de un desalmado es una provocación, pero también un acto de justicia, aunque le lleve a la cárcel, ya obispo. Libre por el Edicto de Constantino (313), está dispuesto a edificar de nuevo la Iglesia, aunque sea el único cristiano que quede. Y descubre a los niños el secreto de la Navidad: “Ayudar a los demás, sin que nos vean, hace grande y feliz a nuestro corazón”. Pues Dios mismo, misteriosamente, se hace Niño regalo, esperanza y alegría de salvación. Gratis.