El tiempo es superior al espacio
En la escuela sabemos el significado de “el tiempo es superior al espacio”, pero desde hace tiempo lo ponemos poco en práctica. Entre programaciones, currículos que cambian, nuevas metodologías, burocracias y atomización del conocimiento, se pierde la noción del tiempo de aprendizaje verdaderamente significativo. Cuando digo “verdaderamente significativo” me refiero al tiempo que “da tiempo”, que personaliza el aprendizaje. Más allá de entender el aula como un espacio controlado y programado, podemos comprenderla como un tiempo de encuentro con los saberes de los otros, sus preguntas y sus descubrimientos que espolean el propio aprendizaje y lo hacen evolucionar, crecer y sistematizarse. En una sociedad centrada en la inmediatez, educar desde los procesos y no desde el consumo de los contenidos es favorecer la calidad del aprendizaje, persiguiendo la exigencia y la profundidad de lo aprendido sobre la cantidad de conocimientos programados y las desorbitantes exigencias del currículo. Esta “educación lenta”, llamada así por Joan Domènech Francesch (Elogio de la educación lenta, Graó 2009), busca recuperar el carácter reflexivo de la educación, que necesita procesos de digerido y tiempos de silencio (en el sentido de decantación del aprendizaje), procesos que no pueden hacerse de forma rápida, sino que necesitan sus propios ritmos, diferentes en cada niño. Para ello, es necesaria una conversión del profesorado en dos aspectos: primero, asumir la imprevisibilidad de los procesos y con ello aprender a improvisar y aceptar que el docente no lo controla todo; segundo, pensar de forma global y apostar verdaderamente por el aprendizaje continuo (y la evaluación continua) sabiendo que el aprendizaje no es lineal, sino que puede ir hacia delante y hacia atrás en el proceso para crear un verdadero mapa multidireccional de saberes.