Conflictos inevitables y cómo solucionarlos
Literalmente, el desafío que se consigna en el perfil de salida dice lo siguiente: “Entender los conflictos como elementos connaturales a la vida en sociedad que deben resolverse de manera pacífica”. Es claro que el conflicto es uno de los temas estrella de la vida, por su inexorabilidad. Incluso se podría decir que, casi por definición, la vida es conflicto, habida cuenta de que los intereses, objetivos o puntos de vista de las personas habitualmente suelen ser diversos y estar encontrados.
Conflictos memorables
Por supuesto, en la Biblia hallaremos una buena porción de conflictos. De hecho, casi en su primera página, ligado al llamado segundo relato de la creación (Gn 2,4b-3), encontramos un primer conflicto en ese jardín plantado en Edén. Un conflicto que consistirá en que el ser humano pretenderá arrebatar los atributos divinos de la inmortalidad y de la experiencia de la totalidad, representados en los frutos de los dos árboles plantados en el centro del jardín: el árbol de la vida y el del conocimiento del bien y del mal.
Este mismo conflicto, aunque con otro decorado, es el que vemos en el episodio de la torre de Babel: los seres humanos pretenden “construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de la tierra” (Gn 11,4), es decir, que el ser humano sea su propia referencia, no Dios.
Como se sabe, estos dos conflictos de Edén y de Babel acabarán mal, con la expulsión del ser humano del acogedor jardín –que la versión griega de la Biblia llamará “paraíso”– y su dispersión por la superficie de la tierra en el caso de Babel. A primera vista, parecería que en ambos casos es Dios el que “castiga” la arrogancia –o la codicia– del ser humano de esa manera, pero una lectura más detenida y meditada de los textos nos lleva a la conclusión de que es el propio ser humano el que se expulsa del jardín y se condena a ser dispersado por el mundo, ya que es él –y no Dios– el que quiebra la situación de armonía original con su torpe deseo. Es la dinámica literaria de los relatos la que hace que, ante el movimiento del ser humano en esta singular partida de ajedrez, Dios tenga que responder a esa jugada moviendo sus piezas.
Otros conflictos memorables que hallamos en la Escritura son aquellos que tienen a los profetas como protagonistas. Los profetas, como decíamos el mes pasado, denuncian las situaciones de injusticia, idolatría y culto vacío que rompen la alianza que Dios había ofrecido a Israel y que este había aceptado, de modo que el pueblo deja de ser pueblo de Dios (Dios, a pesar de todo, sigue siendo Dios del pueblo). Hasta el punto de que Jeremías llegará a anunciar una alianza nueva: “Ya llegan días –oráculo del Señor– en los que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor–. Esta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días –oráculo del Señor–: pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros, diciendo: «Conoced al Señor», pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor –oráculo del Señor–, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados” (Jr 31,31-34).
Por último, y por no alargar más la lista, otro penoso conflicto bíblico lo encontramos en aquel que acaba con la expatriación de Israel en Babilonia. La llamada historia deuteronomista, que conforman los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes –con el libro del Deuteronomio como cabeza e inspiración–, pensarán que ese exilio es el resultado del abandono por parte de Israel de la alianza que Dios le había ofrecido en el Sinaí y que Israel había aceptado: “«Si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa»; […] el pueblo contestó con voz unánime: «Cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor»” (Ex 19,5-6; 24,3).
Soluciones diferentes
Pero en la Escritura encontramos otros conflictos cuya resolución va por otro camino muy distinto. En esta línea se inscriben textos famosos como el que anuncia la venida de un Mesías alejado de la fuerza y el poder: “¡Salta de gozo, Sion; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna. Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; romperá el arco guerrero y proclamará la paz a los pueblos. Su dominio irá de mar a mar, desde el río [Éufrates] hasta los extremos del país” (Zac 9,9-10). Ni qué decir tiene que este texto será utilizado por los evangelios para entender la entrada de Jesús en Jerusalén antes de su pasión y muerte.
Asimismo, el no menos famoso oráculo de Isaías que habla de espadas y lanzas transformadas apunta a una resolución del conflicto distinta de la, por desgracia, habitual: “Juzgará [el Señor] entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra” (Is 2,4).
Paradójicamente, el profeta Joel, anunciando un combate escatológico –al final de los tiempos– en el que el Señor se pone de parte de su pueblo frente a las naciones, utiliza las mismas palabras que Isaías, aunque en un sentido totalmente contrario: “¡Santificaos para la guerra, despertad a los valientes! ¡Que se acerquen, que suban todos los guerreros! Forjad espadas con vuestros arados, lanzas con vuestras podaderas. Que el flojo diga: «¡Soy un valiente!»” (Jl 4,9-10). En la misma línea utópica del texto de Isaías está este otro de Ezequiel en el que las armas no pueden ser un recurso para la solución de los conflictos: “Entonces saldrán los habitantes de las ciudades de Israel, quemarán en una hoguera todas las armas: escudos y adargas, arcos y flechas, mazas y lanzas: con ellas harán el fuego durante siete años. No acarrearán leña del campo ni la recogerán en los bosques, porque harán el fuego con las armas. Despojarán a quienes los habían despojado, cogerán el botín de sus depredadores –oráculo del Señor Dios–” (Ez 39,9-10). El contexto del oráculo es la guerra escatológica contra Gog, rey de Magog, encarnación de las fuerzas que se oponen a Israel. Es lo que explica el último versículo, en el que parece que se vuelve al antiguo modo de resolver los conflictos (regido además por la ley del talión).
Por último, en esta manera alternativa de enfrentarse al conflicto hay que situar a Jesús de Nazaret. Él no se presenta como un Mesías al uso
–poderoso y guerrero–, sino como un Mesías sufriente, como le gusta enfatizar al evangelista Marcos. Un Rey que no apelará a las legiones de ángeles que le podría enviar su Padre para salvarlo (cf. Mt 26,53), sino que, “como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría su boca” (Is 53,7). Un Rey que reina de un modo alternativo: “Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían: «¡Salve, rey de los judíos!».
Y le daban bofetadas” (Jn 19,2-3).

