Otros pedagogos críticos también cuestionaron el modelo escolar que daba síntomas de desgaste (Everet Reimer, Iván Illich). También el filósofo inglés Richard S. Peters hace una crítica a las corrientes educativas contemporáneas que reducían la educación a un ámbito meramente pragmático: formar ciudadanos responsables y trabajadores para conseguir los fines políticos del momento; empírico: enseñar a realizar ciertas tareas con destreza; y formalista: enseñar a pensar, independientemente de los contenidos que se aprenden. Peters está convencido de que la educación es una actividad valiosa por sí misma y no porque sea útil para otra cosa. El fin de la educación es el bien de la persona que se educa, no por lo que es capaz de producir: “Ser educado no es haber llegado a un destino, es viajar con una manera diferente de ver el mundo y la vida. Lo que se necesita no es la preparación febril para algo que está por delante, sino trabajar con precisión, pasión y gusto en lo valioso que está a nuestro alcance” (El concepto de educación, 1967). Conecta con la tradición aristotélica de entender la educación como un proceso integral que busca el desarrollo armónico de la mente, el cuerpo y el carácter de los individuos para que sean personas plenamente felices.
Rescata el concepto de “educación como iniciación” cuya tesis central y afirma que la tarea educativa tiene como finalidad introducir a los seres humanos en las tradiciones culturales a las que pertenecen, el proceso mediante el cual la propia cultura es entregada de una generación a otra. La “educación como iniciación” contribuye a que los educandos descubran el sentido de la vida, que asuman la responsabilidad de buscar la plenitud y de asumir la cultura propia. Además, con la iniciación se abre la puerta a la trascendencia, al mundo espiritual.
La iniciación es un proceso marcado por etapas y ritos que señalan la entrada o la aceptación en un grupo o sociedad. También puede ser una admisión formal a la edad adulta en una comunidad o uno de sus componentes formales. En un sentido más amplio, también puede significar una transformación en la que el iniciado “renace” en un nuevo resurgimiento.
La educación de la sociedad industrial y posindustrial se rindió tanto al positivismo y al pragmatismo que olvidó su carácter sagrado, es decir, su función como iniciadora en los misterios de la vida y lo que realmente preocupa a las personas: el sentido de la vida y de la historia, el amor, la salud, la muerte y el sufrimiento, Dios. Junto a estas experiencias, el ser humano siente el impulso natural a buscar la verdad, la bondad y la belleza, porque intuye que le ayudará a vivir mejor.
Modelo de iniciación
Para la “educación como iniciación” es importante el bien de la persona y la integración en la cultura propia. Da especial importancia a las humanidades porque ofrecen claves para entender la persona y el mundo. Para ello, usa la narración, las artes, los símbolos y los ritos como metodologías adecuadas para entender las experiencias vitales que configuran la persona. A lo largo de la historia, hay modelos que han incorporado dinámicas de iniciación. En la antigüedad cristiana, el catecumenado fue la escuela donde se formaban los cristianos. Las órdenes religiosas adoptaron un estilo iniciático con ritos específicos, propuesta de experiencias y un particular estilo comunitario. Los gremios artesanales medievales tenían sus propios mecanismos de iniciación, que iban desde ser aprendiz a maestro. Muchas culturas tradicionales tienen sus propios procesos de iniciación a la vida adulta de sus miembros. El método scout es un claro ejemplo de educación iniciática marcada por etapas, ritos de paso, simbología, narrativas, códigos morales y compromisos.
Con la “educación como iniciación” no solo se enseña unos conocimientos y unas habilidades; sobre todo se transmite una identidad cultural que hace posible la incorporación plena a una comunidad. Por ello, la educación cristiana debería profundizar en el modelo de “iniciación” como la única opción posible para su pervivencia.
La educación se rindió tanto al positivismo y al pragmatismo que olvidó su carácter sagrado

