Esta es mi entrada más personal a este blog. A mí me consuela escribir el relato que me sustenta en estos momentos y lo comparto por si a alguien le puede ayudar a poner nombre a lo que vive y le otorga paz.
Mi padre ha fallecido, se ha ido. Y la vida sigue, pero tu vida, temporalmente, se queda como congelada como parada. ¿Se puede vivir dolor por la despedida y a la vez un enorme agradecimiento? ¿Se puede uno romper de dolor y a la vez tener la vivencia de unos últimos momentos preciosos? ¡Sí! ¡Rotundamente sí! Las lágrimas de tristeza y la emoción de la gratitud se mezclan.
La dureza de la enfermedad con los mil recuerdos de una vida compartida juntos, intentan maridar el cóctel vital que todo lo inunda. En esos momentos habla la mente, el corazón y el cuerpo.
La vida tiene sus ritmos, no entiende de fechas, horas y tiempos. Se nace sin día prefijado, cuando la vida se presenta y se muere sin día prefijado, cuando la vida se ausenta. Uno espera la muerte igual que espera la vida, sin horario preciso.
Pasados unos días, la cabeza y el corazón se llenan de las últimas veces contigo y de las primeras veces sin ti.
Y ahora toca esto de atravesar y transitar el duelo. Hay quien habla y llora e intenta dar un sentido a todo desde ahí. Está bien. Hay quienes necesitamos el silencio, la soledad y el recogimiento y también está bien. La vida y la muerte en sus acontecimientos más profundos son experiencias muy íntimas.
Y me doy cuenta de que nuestra trayectoria vital está llena de pequeñas pérdidas, pequeñas despedidas y, por lo tanto, pequeños duelos. Y son éstas las que nos preparan para las grandes pérdidas, las grandes despedidas y los grandes duelos. Y también me doy cuenta de que uno vive el duelo por la muerte de su padre, como ha vivido otros duelos junto a él. Él me dejó marchar cuando me independicé, me dejó diferenciarme cuando yo estaba formando mi identidad, me dejó alejarme para formar mi propia familia… Él soltó, me dejó partir y veló por mi bienestar. Y así aprendí yo cómo tenía que afrontar este tránsito. Ahora en su despedida le solté, le dejé marchar y velo por el bienestar de los que quedamos.
Cuando falta un padre o una madre desaparece tu suelo, más bien tu subsuelo, tus raíces. Entonces no tienes muy claro, por un momento, cómo sostenerte, pero lo harás y todo volverá a estar bien. No se trata de ser feliz, se trata de aprender a convivir cómodamente con las emociones y situaciones que la vida nos plantea.
Cuando muere un padre, no solo se va el padre enfermo de 83 años. Se va el padre fuerte, valiente y osado de la infancia, que cogía mil grillos que cantaban para mí. Se va el padre compañero y acompañante de la adolescencia y sus cafés de media tarde llenos de buenos consejos. Se va el padre que aprendió a ser abuelo el mismo día que yo aprendí a ser madre. Se va el padre y sus manos, de las que siempre fui cogida cuando él me llevaba y las que siempre sujeté cuando luego le tuve que llevar yo a él. Se va el padre de la fortaleza de roble en el monte que después se convirtió en frágil rama, como le cantó Lorenzo… se fueron, aparentemente, muchos padres ese día.
Elaborar el duelo debe ser algo así como remendar los rotos que quedan en el alma, aprender a vivir con los huecos y vacíos, que no hay forma de llenar y seguir adelante con la certeza de que solo se convirtió en ceniza su cuerpo. De vez en cuando, resuena la pregunta: ¿Quién consolará ahora mi llanto por la muerte de mi padre si él no está?
Después de todo esto, es lógico pensar que el cuerpo de mi padre ya no está, pero él está en las mil vivencias vividas y en las entrañas, en el hondón. También está en el espejo. Cuando me mire en él, ahí estará: Lucas, un Díaz, el Señor Díaz, como a él le gustaba decir.
Ahí, seguimos, papá, de la mano.


Precioso, sincero agradecimiento y dedicatoria, a tu padre.
No cabe duda que lo tienes en un lugar especial de tu corazón; fue un ejemplo, un modelo a seguir; te cuidó y te enseñó a ser una buena persona como él.
Agradecidos, por haberlo compartido con nosotros.