No es justo
Doce años. Primero de Secundaria. Nuevo en el centro. Lo soltó así, en plena clase, sin miramientos, con una contundencia solo amortiguada por la sonrisa diáfana, algo pícara, que lo acompaña siempre. “No es justo”, dijo. ¿Qué es lo que no era justo? Que no hubiera conocido antes la, para él, fascinante historia de José Moscati (1880-1927). La tenían que conocer todos, corearon varios. Médico, profesor universitario e investigador científico, pionero en la bioquímica fisiológica, y entre los primeros en aplicar insulina a los diabéticos. De la Real Academia Italiana de Medicina. Se hizo experto en veinte especialidades, urgido por la atención a sus enfermos, los más pobres de Nápoles. ¿Qué le hace tomar esta deriva a alguien que obtiene las mejores calificaciones de su promoción? ¿Qué lo empuja, además, a gastar gran parte de su herencia familiar en que los enfermos más pobres puedan hacer efectivas las recetas que les prescribe? No hay ningún qué, es un quién la fuente que inspira y anima este proceder ético. El centro de la vida de José Moscati, laico y santo, lo ocupaba la amistad con Alguien que hizo de la suya una acción de gracias al Padre de los pobres.
Con mi alumno, también yo digo que no es justo. Nadie tiene derecho a hurtar a las nuevas generaciones la historia de la universalización de los valores cívicos. La que ocupa legalmente ahora la escuela afirma que “los valores cívicos han de ser universales y, por tanto, todos los alumnos han de cursarlos”. Y tiene razón. La clase de Religión Católica no sabe cursar otra cosa. Por eso, es católica. Pero no se universalizan imponiendo un uniforme adoctrinador y excluyente, en forma de asignatura, a la escuela. Y menos un Estado democrático. ¿Por qué lo que entiende un niño de primero de la ESO no es capaz de entenderlo una ministra? Misterios.

