Bienaventurados minoritarios
Ser minoría es una bendición. Los católicos resistentes que seguían en Argelia en el verano de 2018 así me lo hicieron comprender: ser minoría se puede vivir como bienaventuranza.
Cientos de kilómetros hacia el desierto para celebrar una eucaristía con cinco personas más en las cercanías de unas ruinas romanas. En la puerta de la casa, una placa decía: “Paroisse catholique”. Dentro, cuatro de los que en 1962 no eligieron entre “valisse” o “cercueil”, la fórmula utilizada por los muy nacionalistas en 1946 en Constantine, anticipando lo que luego se convirtió en aparente alternativa para los expelidos ciudadanos, judíos con siglos de presencia en aquel país desde las diásporas y no judíos como el jesuita Eugène d’Oncieu de la Batie, cuyo entierro fue acompañado por centenares de musulmanes y que había resignificado la presencia de la residencia de los capellanes castrenses franceses en la vieja medina. En 1960 los “pied-noirs” y después la tristemente famosa organización paramilitar secreta OAS hicieron más conocido y provocativo ese lema. Si te quedabas, te mataban (cercueil). Si no, debías marcharte (valisse). No fue del todo así. Quedaron pocos, que medio siglo después eran viejos. En los países del África negra en el golfo de Guinea, algunos evocaban celebraciones de miles de personas. En la enorme diócesis del este argelino (Constantine-Hipona), éramos una minoría muy minoritaria. La celebración de la basílica de Annaba (Hipona), sostenida por los agustinos, parecía multitudinaria: unas treinta personas en un país en el que la mayoría de templos católicos, catedrales incluidas, han quedado desafectados litúrgicamente y sirven como centros cívicos o culturales. Hay excepciones como Notre-Dame d’Afrique en Argel, Notre-Dame de Santa Cruz (sic) en la muy castellanizada Oran o la mencionada de Annaba.
Somos minoría. No acabamos de creer lo que el Concilio nos dijo. En las comunidades cristianas en diáspora, “frecuentemente pequeñas y pobres”, unidas a sus pastores, “presens est Christus” (Lumen gentium 26). La numéricamente pequeña iglesia que peregrina en Hipona o de la Seu d’Urgell y la multitudinaria que se congrega cada domingo para el “ángelus” en la romana plaza de San Pedro son igualmente Iglesia. La eclesialidad no depende del tamaño demográfico. Les cuesta a muchos, porque aún retienen inconsciente o, quizá peor, conscientemente la imagen de una iglesia fuerte, poderosa, de masas. Hay que ser levadura en el corazón de las masas. Levadura. Ya llegará el pan. Hay que saber esperar. En un reciente ensayo, Valadier sostiene que ser minoritarios en una sociedad es una bienaventuranza. Creo que tiene razón ese jesuita francés lionés. Tienen suerte: una laicidad inclusiva que los une y ser hija primogénita de la Iglesia (fille ainée). En España, no tenemos una “religión laica”. Somos periféricos en Europa: hace siglos que dejamos de estar unidos al imperio habsbúrgico y casi nunca lo estuvimos a la Lotaringia renana. Europa nos cae lejos. La católica y reactiva España solo existe en algunos imaginarios, cada vez menos. Hacia 1934 escribía Antonio Machado a Ramiro de Maeztu: “España siempre ha sido muy poca cosa para un español”. Poco que ver con aquella frase con que Raïssa Maritain empezaba desde Nueva York Les grandes amitiés (1940): “No hay porvenir para mí en este mundo. La vida ha terminado por la catástrofe que sumerge a Francia en el duelo, y el mundo con ella”. Murieron los valores humanos y divinos de la inteligencia libre, de la sabia libertad, de la universal caridad.
Bienaventurada laicidad
El 11 de febrero de 2005, Virgen de Lourdes, papa Wojtyla, o alguien en su nombre, escribió una bella carta a los obispos franceses en la que subrayaba la suerte que les había tocado, tras años de dolor, con la laicidad. Citando el Compendio, el Santo Padre afirmaba que el principio de laicidad, bien entendido, pertenece a la doctrina social de la Iglesia, pues permite llevar a cabo su misión “con confianza y serenidad”. ¡Bienaventurada laicidad! Habría que leer la carta en paralelo con los grandes discursos de papa Ratzinger (2008) y de Macron (2018) en el parisino centro “les bernardins”.
Hay que ser levadura en el corazón de las masas. Ya llegará el pan. Hay que saber esperar