El merecido descanso
Aprovechemos el fin de curso para echar un vistazo a nuestros cansancios como educadores cristianos para afrontar un tiempo de descanso auténticamente reconfortante.
Suelo recomendar a menudo a los educadores que se preocupen por el cuidado de sí mismos. Es una asignatura pendiente. He tenido la oportunidad de trabajar en ámbitos profesionales que no son la educación y me ha gustado comparar cuáles son los cansancios de unos y de otros. Creo que, en síntesis, se dan tres posibles cansancios. El primero es el físico. Hay profesiones en las que la actividad física es inherente a su propio desarrollo y, por tanto, el cansancio físico prevalece sobre otros. El segundo es el mental, muy acusado en profesiones que exigen una actividad racional intensa y sostenida en el tiempo. El tercero es el afectivo, muy presente en profesiones en las que el elemento relacional ocupa un lugar nuclear. Podríamos establecer cuáles son los perfiles de cansancio de las diferentes profesiones.
Mi teoría es que aquellos en los que nos dedicamos a la educación nos podemos encontrar con el perfil más alto en cada uno de los tres tipos de cansancio. La actividad educativa lleva consigo una gran carga física. Hay que ir de un sitio a otro, hablar y moverse y, en el caso de los cursos más bajos, también agacharse y mover pesos. El cansancio mental es evidente, hay que estar pensando, argumentando, reaccionando frente a situaciones o comentarios, hay que liderar diálogos, razonar y un largo etcétera. Por último, el cansancio afectivo que procede no solo de la relación constante y directa con los alumnos, sino de todo el resto de relaciones que la profesión acarrea. No debemos olvidar que cada día cada profesor ha de ser capaz de concitar la atención de sus alumnos en cada una de las horas lectivas y conseguir que se introduzcan en el itinerario didáctico. Pero en el caso de nuestro trabajo como educadores cristianos, puede darse un cansancio que se sitúa en niveles más profundos de nuestra existencia: es la acedia que tan bien ha descrito el papa Francisco. No se trata del cansancio feliz por la obra hecha con esfuerzo pero disfrutada, sino más bien de un cansancio triste y pesado. Es el desánimo, la insatisfacción, la apatía, el tedio, la tristeza dulzona sin esperanza y que se manifiestan en el pesimismo quejoso, en la desafección y en la queja constante.
Invito a todos los educadores a que en este final de curso nos hagamos conscientes de nuestros cansancios. Es el primer paso. Encuentro a educadores que no se verbalizan a sí mismos su propia situación personal incluso en contextos en los que están pidiendo a sus alumnos que “se conecten” con ellos mismos. Los tres primeros cansancios son lógicos y naturales, y deben ser reconocidos en su justa medida para así afrontar estos meses de descanso. Si lo que encontramos en este pequeño ejercicio de introspección es la acedia, entonces lo que se impone es analizar de dónde procede. Las causas pueden ser muy variadas, pero todo apunta a la pérdida de motivación intrínseca de nuestra labor como educadores, y todos sabemos que cuando la intrínseca se pierde no hay motivación extrínseca capaz de restaurarla. El origen puede estar en las propias frustraciones personales, los desencantos, las dificultades para conectar con las sensibilidades del presente que viven nuestros alumnos, la desconfianza ante las posibilidades de fruto de nuestra misión derivada de una cierta impotencia, la falta de entusiasmo por la propia vida, o la añoranza de otros tiempos.
El objetivo entonces consiste en reconstruir la vocación. No es fácil porque la vocación, como todo sentimiento, ha de ser cuidada y, si ese cuidado no se ha dado sino que nos hemos sumergido en la vorágine del activismo o de la presión de la innovación rápida, entonces hay que acudir a las fuentes profundas del sentido de nuestro ser educadores. Habrá que volver a contemplar y sentir al maestro que nos hace discípulos y recuperar nuestro ser de discípulos amados. También se puede acudir a propuestas que nos ayuden a elevar la mirada y recuperar el valor intrínseco de nuestro ser de educadores. Una recomendación para este verano muy en la línea de lo que estamos planteando: el maravilloso libro de Josep Maria Esquirol, La escuela del alma. Feliz descanso.
Habrá que volver a contemplar y sentir al maestro que nos hace discípulos

