Se dice ERE, pero más correcto sería decir EER
El acrónimo ERE no necesita explicaciones. Se puede pensar que el uso tan extendido y autorizado del que goza este acrónimo es una garantía de su permanente legitimidad. Tal vez en un tiempo eso era así. Pero, si queremos ser realistas, las cosas no son hoy exactamente de ese modo. Es verdad que, durante décadas y hasta hace pocos años, ERE indicaba una enseñanza-aprendizaje cualificada religiosamente por los contenidos, las finalidades educativas, el método didáctico y la valoración. Por lo menos, esta era la imagen predominante. Y los documentos oficiales, tanto eclesiales como gubernamentales, asumían también la de Religión como una asignatura claramente confesional, destinada a alumnos creyentes, con vistas a su educación religiosa escolar, en paralelo y como confirmación de la educación religiosa contextual en la familia y en la parroquia. Las décadas pasadas eran ya tiempos de secularización, de incipiente diversidad religiosa, pero que no amenazaban todavía la sustancial resistencia de un cristianismo de mayoría. Eran tiempos en los que un concordato o la revisión de un concordato permitían al Estado y a la Iglesia mayoritaria regular las relaciones recíprocas en un buen entendimiento jurídico y sin traumas políticos.
Ahora, en cambio, la rápida evolución del panorama sociorreligioso de los últimos años lleva a considerar que el ambiente escolar no ofrece las condiciones para una verdadera educación religiosa entendida en el pleno sentido tradicional. No obstante, en la generalidad de los sistemas escolares europeos siguen abiertas todas las condiciones para una enseñanza curricular de las religiones. Eso vale, obviamente, para las redes de las escuelas estatales, pero también para las “escuelas concertadas” (España), para las “escuelas libres” (Bélgica), para las “escuelas de Iglesia” (Alemania, Austria, Portugal), para las “escuelas católicas paritarias” (Italia, Irlanda, Malta). En todos estos sistemas educativos se practica, de facto o de iure, una “enseñanza escolar de la religión”, y no ya una “enseñanza religiosa escolar”. Aquí ha intervenido una variación lexical que consiste en el cambio del adjetivo “religiosa” por el sustantivo “religión”. ¿Será solamente un cambio lexical ridículo, ocioso? Ciertamente no. Como todos sabemos, la finalidad educativa de la escuela democrática en una sociedad ética y religiosamente plural no es la de educar subjetivamente en una fe, sino más bien la de enseñar objetivamente una religión. Y enseñarla no solamente con un enfoque exclusivo de la teología confesional, sino abarcando didácticamente desde la historia hasta la arqueología, desde la literatura hasta el arte, desde la filosofía hasta la arquitectura, como corresponde dentro de una correcta pedagogía interdisciplinaria propia de la escuela de todos. En una palabra: se trata de una “enseñanza escolar de la o sobre la religión”, es decir, de EER. El cambio del acrónimo supone aquí un claro valor epistemológico, no solamente lexical. Es la naturaleza de la materia curricular la que cambia.
Si, efectivamente, estamos de acuerdo en que la ERE no es catequesis, no es “enseñanza religiosa”, entonces será más correcto llamarla “enseñanza escolar de la religión”, es decir, EER. La EER no puede y no debe renunciar a su carácter materialmente confesional, aunque formalmente no puede ser una iniciación directa en la fe. La EER enseña como cultura aquello que los cristianos creen por fe. Así pues, si estamos de acuerdo en que la clase de escuela no debe ser tratada sin más como si fuese una fracción de Iglesia o una minicomunidad creyente, entonces será más apropiado hablar de EER, y no ya de ERE. Si como docentes estamos de acuerdo y hasta satisfechos y orgullosos cuando algún alumno musulmán, budista o ateo se inscribe libremente en nuestra asignatura de religión (sea católica, cristiana, ecuménica o interreligiosa), entonces está claro que nuestra asignatura curricular debe llamarse literalmente, con toda evidencia lógica y pedagógica, “enseñanza-aprendizaje escolar de la religión”, es decir EER. Y ello con preferencia, precisamente, respecto del habitual acrónimo ERE, que ahora conviene dejar que desaparezca.
El cambio del acrónimo supone aquí un claro valor epistemológico, no solamente lexical. Es la naturaleza de la materia curricular la que cambia

