Es una experiencia compartida la fascinación que nos produce, algunas noches de verano, detenernos a contemplar el firmamento estrellado. Si lo hacemos con niños, acostumbramos a ayudarles a reconocer algunas constelaciones y a llamarlas por su nombre. De la inmensidad seleccionamos una esquinita de cielo y les enseñamos, en un mismo gesto, a maravillarse de esta vastedad y a fragmentarla en combinaciones que tienen coherencia en sí mismas.
Trabajar con la Biblia en la clase de Religión supone un desafío semejante. En un mismo gesto los profesores tendríamos que ser capaces de transmitir la grandeza e inmensidad del tesoro de la revelación y, a la vez, capacitarlos para comprender cada relato bíblico, cada narración, como una constelación en la que se puede interpretar, dar sentido y expresar una relación única, singular de un Dios que conoce el corazón de cada ser humano y lo constituye como miembro de su pueblo.
La acción educativa formal es una mediación de una visión del futuro de cada ser humano y de la sociedad. La pérdida de visiones compartidas arrastra consigo la esperanza de la educación y nos abocan a un “sálvese quien pueda”, en el que se pierde la posibilidad de un horizonte compartido. La clase y la asignatura de Religión, hundiendo sus raíces en la inmensa riqueza de la tradición bíblica, deben aportar una dimensión teleológica, de finalidad, que enriquezca, en diálogo con las categorías culturales y curriculares y las inquietudes de cada momento histórico, la esencia de la educación como tarea común.
La visión cristina de la educación, en su tensión presente y futuro, no puede desentenderse de su “ya pero todavía no”. Abandonar el propósito de desarrollar, al servicio de los demás, lo mejor de uno mismo, o ignorar que no habitamos, aún en plenitud, la tierra prometida, supondría vaciar de estrellas y constelaciones, el firmamento.
La clase y la asignatura de Religión deben aportar una dimensión teleológica, de finalidad, que enriquezca