¿Identidad frente a mercado?
Una invitación a reflexionar sobre las contradicciones que a veces vivimos entre llevar a cabo la educación que queremos y las necesidades aparentes de las familias
En los encuentros de formación con directivos y con profesores, en cuanto se profundiza en las características de la educación católica, aparece el mismo comentario: sí, todo eso está muy bien, pero yo necesito llenar mi colegio en medio de unas circunstancias marcadas por la baja natalidad y la consiguiente competencia que se está produciendo entre centros. Detrás de este razonamiento, encontramos dos creencias profundamente desilusionantes: nuestra identidad no tiene posibilidades de responder con éxito a lo que hoy se demanda en educación y el criterio que hoy nos debe conducir a las buenas decisiones es apuntarnos a las modas educativas y a las demandas de las familias. Que este tipo de creencias las encontremos en escuelas con otras fuentes de inspiración me parece triste porque es una manifestación más de la pobreza del discurso educativo. Pero que esta mentalidad se dé en el seno de la escuela católica me parece preocupante. Hace tiempo que vengo denunciando la dicotomía que se ha instalado en la educación católica entre identidad y fuentes de innovación, entre lo que queremos ser y las exigencias del mercado. Llevamos a los profesores a cursos de formación identitaria en los que les hablamos de la tradición carismática, del enorme valor de nuestra identidad, pero al mismo tiempo los metemos en procesos de innovación cuya fuente se sitúa en la didáctica o, como mucho, en la psicología. Algunos incluso creen solucionar este dilema con más pastoral.
Se nos olvida que todas las tradiciones educativas de inspiración católica, todas sin excepción en mayor o menor medida, desde los jesuitas del siglo xvi, los escolapios del xvii o La Salle a caballo entre el xvii y el xviii, fueron realmente innovadoras en el ámbito estrictamente pedagógico. Eran escuelas en verdad nuevas y así fueron percibidas por la sociedad que las vio nacer. No había conflicto entre identidad y mercado. Sí, las circunstancias han cambiado y así lo constatamos. La gran cuestión reside en plantearnos cuál es el itinerario que nos proponemos para afrontar el reto.
En mi opinión, debemos situarnos en la perspectiva del recrear. No se trata de mantener formas caducas, sino más bien de acudir a lo que yo llamo “esquema fundacional”. Todas las tradiciones educativas católicas nacieron de una persona o grupo de personas que, desde la experiencia de ser discípulos del Maestro, optaron por constituirse ellos mismos como maestros de niños y jóvenes a imagen y semejanza del único Maestro. Pero con una característica más, fundamental: urgidos por las necesidades y carencias del presente que les tocó vivir. Desde esa perspectiva misericordiosa de aquel presente brotó una escuela nueva. Tengo para mí que los educadores cristianos de hoy no nos situamos radicalmente en esa perspectiva. No vivimos la urgencia profunda de nuestro presente, a lo sumo levantamos sesudos análisis, a menudo quejosos, sobre lo mal que están las familias, los hábitos digitales o la sociedad en general. Quizá porque no vivimos en la seguridad experiencial de que nuestra experiencia de fe es, también hoy como lo fue y será en todo tiempo y lugar, no solo una buena noticia, sino la buena noticia que de verdad va responder a esas profundas necesidades existenciales. Cuando hablo de buena noticia, hablo de buena noticia educativa, es decir, de una propuesta de escuela y de educación nueva emanada de los pilares fundamentales de la educación católica; la educación integral y el carácter radicalmente relacional de la educación. Solo tirando de esos hilos y profundizando con radicalidad desde la antropología y la cosmovisión cristiana en esos dos ejes vertebradores alumbraremos la escuela nueva, mejor que innovadora, que nuestro mundo necesita.
Pero para eso necesitamos evangelizar la escuela, es decir, exponer todos y cada uno de los procesos educativos de la escuela a la luz de la experiencia de la fe de la mano del magisterio de la Iglesia para transformarlos desde dentro, desde su sentido más primigenio. Esa mirada purificará nuestras intenciones educativas y potenciará nuestra propuesta educativa.
No vivimos la urgencia profunda de nuestro presente, a lo sumo levantamos sesudos análisis

