La espera y la esperanza
Una mirada a la tercera de las virtudes teologales en momentos de una cierta zozobra a los que llega el constante natalicio del Salvador
Por circunstancias varias me ha aparecido la esperanza en estos últimos tiempos, primero como inquietud punzante ante algunas situaciones sobrevenidas (vivo en Valencia) y algunas otras provocadas claramente por la estulticia humana (no cesa de agitarse el tablero de la geopolítica). Tomo el título de un libro de Pedro Laín Entralgo que leí de muy joven y que me marcó en aquellos momentos en los que todavía, en algunos círculos, la esperanza se conjugaba en el horizonte de la vida eterna. Tiempo ha pasado y, afortunadamente, la esperanza tomó cuerpo como virtud teologal imprescindible en nuestro caminar. Reducir la esperanza a un futuro post mortem significa mutilar un elemento clave de nuestro ser como Homo viator. A pesar de ello, sigo constatando en la experiencia creyente un posicionamiento de la esperanza como de segunda división en el contexto de la trilogía de las virtudes teologales. Nos manifestamos muy sensibles hacia las debilidades de nuestra fe y no digamos de nuestra caridad, pero son muy pocos los que, de entrada, manifiestan las flaquezas de la virtud teologal de la esperanza.
Toda la vivencia en torno a la esperanza se enraiza en nuestra cualidad de seres antropológicamente aspiracionales. A diferencia de las otras especies, nosotros conjugamos constantemente el futuro porque en él vemos el espacio en el que encontrar el cumplimiento de nuestros deseos. Somos seres esperantes o, como diría Zubiri, seres finitos con aspiraciones ilimitadas, finitos con pretensión de infinitud. Esa es la espera en la que todos habitamos. Esto es así pero ocurre que se puede vivir la espera sin esperanza. Existen salas de espera pero no salas de esperanza. De una a otra hay un gran salto.
Conviene recordar que la perspectiva de la esperanza constituye una de las aportaciones nucleares de la religión judeocristiana a la historia de la humanidad. El mundo griego no se situaba en la tensión del futuro, sino más bien en el escenario del eterno retorno. Todas las utopías son herederas de algún modo de la visión judeocristiana de la vida. Al incrustarse Dios en la historia, esta adquiere una potencia desconocida hasta entonces. Por eso, si queremos de verdad conocer cuál es la dinámica de la esperanza, debemos acudir al relato bíblico. Se suele afirmar, y es cierto, que Abrahán es el padre de la fe de todos los creyentes, pero en realidad es también el padre de la esperanza. “Sal de tu tierra y ve a la tierra que yo te mostraré”, dice Yahvé a Abrahán. Hay fe, pero sobre todo se abre la dinámica de la esperanza basada en un mandato, sal de tu tierra, y una promesa, a una nueva tierra.
La esperanza en la que nuestra espera encuentra su auténtica realización es trascendente
La esperanza no es la prolongación de los meros deseos del yo, ni siquiera el optimismo de que todo saldrá bien. La esperanza en la que nuestra espera encuentra su auténtica realización es trascendente: alguien es capaz de proponernos un camino que nos saca de nosotros mismos y nos inaugura una nueva narración sobre nosotros mismos. Nuestra vida adquiere sentido.
Las aplicaciones a la educación son claras. Lejos de plantear una educación falsamente centrada en el niño como criterio central, se nos invita a desarrollar una educación propositiva en la cual el educador se compromete a acompañar al educando en el descubrimiento de su propia vocación enraizada en sus fortalezas más íntimas. Desde ahí el educando es llamado por el educador a abrirse a ese proyecto personal que va más allá del desarrollo de sus más primarios deseos. Es la dinámica de una buena educación vocacional, la que va a sembrar la semilla de la esperanza en nuestros alumnos entendiendo el mandato bíblico no como una orden heterónoma extraña a la realidad del educando sino como aquella lectura de su realidad personal en la que rastreamos sus fortalezas y sus posibilidades. En frase de Steiner, “el maestro es el celoso amante de lo que podría ser”. El buen educador que sintoniza con el educando es capaz de sintonizar con ese tesoro que cada persona lleva dentro, semilla de su poder ser. Descubrirlo y proponerlo como promesa hará florecer la esperanza en el alumno.

