Pasión, sabiduría y empatía
La centralidad del profesor en los procesos educativos nos invita a proponer los pilares sobre los que se asienta la auténtica calidad del educador
He tenido recientemente la ocasión de participar en un diálogo sobre el perfil que se debería buscar en un buen profesor. Estamos en tiempos de perfiles competenciales, y esta perspectiva también ha llegado al mundo de la educación. Suscribo y apoyo esta necesidad de definición encaminada a objetivar. Sin embargo, siempre que me enfrento a este reto de definiciones competenciales me pregunto si grandes pedagogos a los que admiro y que han sido fuente de inspiración y alimento constante de mi vocación educadora pasarían de manera airosa ese examen competencial. Pongamos un Milani, por ejemplo. No sé si saldría airoso de la encerrona con un responsable de recursos humanos, muy a menudo sin especial vocación ni práctica educativa y, en el peor de los casos, procedente de otros ámbitos de la actividad económica. Pero en el caso de que sí lo hiciera, tengo la impresión de que esos perfiles no acabarían de medir tres elementos para mí absolutamente presentes en todos y cada uno de los que considero mis maestros en educación: pasión, sabiduría y empatía.
La bipolaridad que encierra la palabra “pasión” es la mejor expresión de su enorme fuerza. En efecto, la pasión se inicia en el interior de la persona, en un fuerte afecto que se manifiesta en la necesidad de seguirlo y darle cauce. El camino que ese punto de partida inaugura e impulsa no está exento de dolor, completando así la bipolaridad de la que hablábamos. En el caso del educador, la pasión está completamente ligada a la profundidad de la vocación. Consiste en esa intensa llamada que el educador siente para comunicar y transmitir al educando aquello que él considera de enorme valor. Y esto es así porque él mismo vive con gozo y con pasión eso que desea transmitir. Nuestros alumnos tienen una especial sensibilidad para captar quiénes de sus educadores viven apasionados por lo que enseñan y, por tanto, viven apasionadamente su misión educativa. Cuando la pasión está ausente, solo resta el formalismo académico, y de eso hay mucho desgraciadamente. Tengo para mí que vivimos tiempos muy banalmente emotivos pero muy poco apasionados. Necesitamos más pasión, más ganas de luchar y de pelear por rescatar la profundidad de nuestras propuestas educativas y su carácter profético y rompedor. No basta con eso que oímos tantas veces en las entrevistas de contratación: me gustan los niños. Te tienen que gustar los niños, pero tienes que sentir con pasión la necesidad de llevarlos hacia territorios nuevos e ignotos. Tras la pasión, está la sabiduría, cualidad que poseen aquellos que, sabiendo mucho, aciertan en moldear ese saber y convertirlo en una propuesta de valor para el aquí y ahora de sus alumnos. Efectivamente, no hay sabiduría sin mucho saber, pero eso no basta: hay que tener la inteligencia educativa suficiente para seleccionar de ese saber aquello que es susceptible de convertirse en un valor añadido para nuestros alumnos, de tal manera que se les abran nuevos horizontes intelectuales y morales, y su ser personal crezca y se agrande. Todos recordamos quién y cuándo nos inició en tal o cual saber.
Por último, la empatía, capacidad de situarse de verdad en la perspectiva y realidad vital de nuestros alumnos. La simpatía es una emoción: tal o cual alumno de entrada me cae bien. La empatía es una cualidad exigible a todo profesional de la educación: llevar a cabo el esfuerzo personal, intelectual y afectivo, de saber el lugar en el que están sus alumnos como necesario punto de partida de nuestras propuestas educativas. Defiendo que estas cualidades son comprobables siempre y cuando quien lleve a cabo esa misión de comprobación sea una persona que las viva en sí mismo con la misma radicalidad con la que las espera. No dejemos estas comprobaciones en manos de técnicos en recursos humanos llenos de eso, de técnicas, porque quizá no pasen de la comprobación del nivel de inglés. Aprendemos del Maestro a ser maestros. Nadie como él vivió la pasión interior desbordante, la pasión del amor del Padre, y nadie como él vivió la pasión a la que le condujo. Más pasión y menos técnicas.
Pasión, sabiduría y empatía

 
											
