Europa: ¿tierra de litigio o de diálogo?
Un virus está amenazando con un preocupante “crescendo” el tejido social de nuestro continente: el virus de la litigiosidad. Las crónicas de estos meses nos han habituado a una actualidad que insiste en el registro de la hostilidad, del enfrentamiento, del conflicto. En Suecia y Dinamarca se queman ejemplares del Corán, de la Biblia y de la Torá. En la Italia de Salvini, y también en la Hungría de Orbán y en la Polonia de Morawiecki, los partidos populistas reivindican un uso instrumental y divisivo de los símbolos religiosos. Ciudades como Londres y París sufren revueltas populares contra las políticas discriminatorias de sus Administraciones. El incesante fenómeno migratorio sigue suscitando debates interminables e inconclusos. Por no hablar del conflicto entre Rusia y Ucrania todavía en curso. Estallan conflictos originados por razones ideológicas, económicas, militares o religiosas. Una cultura de extendido disenso parece invadir como una fiebre compulsiva el continente. Nuevos muros ideológicos e identitarios se levantan entre las organizaciones políticas, grupos religiosos y movimientos culturales. Y, al respirar el miasma de tanto sectarismo arrogante que serpea por la sociedad y los medios de comunicación, las personas mismas se ven inducidas a la riña fácil, a no tolerar la diversidad, a luchar por tener razón a cualquier precio. Todo ello a tal punto que uno se pregunta: ¿es todavía posible un diálogo?
¿Existe otra Europa, una Europa de la convivencia pacífica, del diálogo? Sí, existe. Pero es mucho menos visible que la Europa del litigio. Menos conocida, menos publicitada. Hay que hacerla más visible y más convincente a los ojos de todos. Diálogo es una palabra que ha sido objeto de abuso y debilitamiento. Demasiadas declaraciones verbales, demasiados documentos oficiales han hecho de ella una bandera. Pero se ha quedado en mera bandera retórica, a menudo carente de contenidos culturales y estratégicos sustanciales. ¿Cuáles son las causas? Demasiado a menudo se ha olvidado el papel primario y determinante de aquellas instituciones educativas y formativas que son la familia, la escuela o la universidad. Es la familia la que inaugura el diálogo entre las generaciones. Es la escuela la que educa en el alfabeto y en el diálogo con el inmenso patrimonio simbólico de la humanidad. Es la universidad la que forma para el diálogo con las ciencias, las artes y las religiones. Si faltan estas “educaciones para el diálogo”, la persona crece endureciéndose en una presunta autarquía alimentada de desconfianza hacia el otro y la sociedad plural colapsa presa de un proceso de “apartheid” que atrofia las conciencias y las priva de responsabilidad frente a la búsqueda del bien común.
Por tanto, es preciso partir nuevamente del ejercicio fecundo del encuentro entre personas, cada una diversa pero reconocida en la igual e inviolable dignidad. Partir nuevamente de la voluntad de sintonizar con el otro a pesar de la inevitable diversidad de visiones, de estilos de vida, de concepciones religiosas. En esto la enseñanza de Religión tiene una altísima responsabilidad. Desde hace años en toda Europa la enseñanza de y sobre la religión se ha convertido en la punta visible y sensible de un iceberg bajo el cual se encuentran y chocan visiones diferentes de la persona y de la sociedad, poderes políticos estatales y objetivos políticos de las iglesias cristianas, presiones culturales de nuevos sujetos sociales.
Abandonada toda veleidad proselitista exclusivamente monoconfesional, la actual crítica de las religiones en la escuela deberá abrirse cada vez más a enfoques decididamente ecuménicos e interreligiosos. Será la apertura a una verdad cada vez más grande, a aquella verdad que, “una vez alcanzada, te obliga a buscarla de nuevo” (san Agustín). Tal cosa solo será posible si la escuela sabe primero educar en un diálogo que comprometa a creyentes y diversamente creyentes a vivir su fe o sus convicciones con serenidad, aceptando compartirlas en reciprocidad con su compañero de escuela, con su colega en el trabajo, con su adversario político, con su competidor deportivo, con el militante religioso al igual que como con el agnóstico.