Bondad inteligente
Vincular la inteligencia al conocimiento ha sido constante durante siglos. Este modo de entender la inteligencia ha tenido un inmenso impacto en educación, del que quizá procedan algunos de nuestros mayores problemas.
Resulta un diagnóstico certero afirmar que los sistemas educativos se han centrado prácticamente desde su inicio en conocimientos conceptuales, descuidando progresivamente otras dimensiones de la inteligencia humana. Tan lejos habíamos llegado en esa progresión que las reivindicaciones de ensanchar la educación hacia todas las inteligencias fueron un hito. Howard Gardner simboliza este nuevo tiempo que va más allá de la sola inteligencia emocional, explicada en su origen por Daniel Goleman y que ahora se presenta como ecología emocional. Otro análisis, en estas aportaciones de la neurociencia, lo añade Rosa Casafont con su viaje al cerebro emocional, donde revela cómo el cerebro humano es un órgano más emocional que racional. Quizá, podríamos situar en este nuevo tiempo las aportaciones sobre inteligencia espiritual de Danah Zohar e Ian Marshall, además de la referencia de Francesc Torralba.
Sobre este asunto reflexiona de manera inspiradora José Antonio Marina, que aborda la inteligencia humana con una perspectiva más integradora. Explica con lucidez por qué la función de la inteligencia no es el conocimiento, en relación con aquel primer tiempo, pero tampoco es sentir, en relación con las últimas etapas.
Describe diversos niveles y propone una inteligencia generadora (aprender conceptos y a tener buenas ideas, buenos sentimientos, ayudar a tomar buenas decisiones, conseguir habilidades de mejora continua) conformado por dos ingredientes: uno más genético y otro más aprendido. Y reivindica un especial lugar para la memoria y el entrenamiento: para él, la memoria es la base de todo aprendizaje, mientras que en su gestión anida el talento. El talento reside en la memoria entrenada y los hábitos amplían la inteligencia. Y también propone una inteligencia ejecutiva, que también se educa. Su propuesta, más allá de una inteligencia cognitiva o una inteligencia emocional, es una inteligencia ejecutiva que debe integrar a todos los demás. Al final, a la pregunta sobre qué es la inteligencia humana, Marina concluye que es la capacidad humana de dirigir su conducta para resolver problemas. Y añade que la inteligencia en grado supremo se llama bondad. Coincide con otra afirmación de Gardner: la mayor demostración de inteligencia no es la ciencia, ni la literatura, ni el arte, sino la bondad.
La más dulce de todas las pasiones
Recuerdo con agrado una asombrosa aportación de Luis Muiño en las páginas de Religión y escuela, en un artículo del que tomo prestado su título. Explicaba cómo la bondad ha ido asociándose a cualidades secundarias y cómo se ha extendido la idea de que las personas buenas son ingenuas o bobaliconas. Con la ayuda de algunas series y películas, hemos prestigiado la búsqueda y captura de los “malos” y, de paso, hemos mitificado el mal. No trabajamos, desde luego, de la misma manera la búsqueda y reconocimiento de los “buenos”. Se proponía como actividad de aula la búsqueda de personas buenas para la sociedad y, de paso, prestigiar el bien. Resultará más complicado que “pillar a los malos”, porque, para las personas buenas, el reconocimiento público no suele ser importante. El bien que hemos hecho nos da una satisfacción interior, que es la más dulce de todas las pasiones, decía René Descartes.
Siendo así, la inteligencia en grado supremo es la bondad, y hacer el bien es la más dulce de todas las pasiones humanas. La pregunta clave es: ¿quién educa esta bondad inteligente en la escuela? Desde nuestro punto de vista, la enseñanza de las religiones debe asumir esta responsabilidad; obviamente, de manera compartida con la comunidad educativa. La mejor sabiduría acumulada en todas las tradiciones religiosas podría ser una fuente de recursos para educar la bondad inteligente que nos hace mejores a todos. Y, como en otras ocasiones, iremos contracorriente.