Ser profesor de Religión es un fastidio. Siempre lo mismo. No, no es el temario, que nada más entrar en diálogo con los alumnos algo le pasa, rejuvenece milagrosamente como el añoso olivo. El fastidio es tener que aguantar a la impenitente comparsa que interrumpe el diálogo callado y fecundo de saberes en el aula. Entra y, sin más: “Religión, fuera, a la calle”. Algunos, pocos, conscientes del formidable peso decisivo de este saber, argamasa, fomento y desafío de saberes, desde el primer balbuceo de la cultura hasta hoy mismo, envían la comparsa al acoso. Hacer ruido y el diálogo imposible. Matar la escuela y justificar el crimen: “Si algo ha demostrado esta pandemia [es] que lo que soluciona los problemas de la humanidad es la ciencia, la investigación, y no las creencias religiosas, que es algo que se creía en la Edad Media. Y algo habremos avanzado”. Algunos, nada; lo dicen siempre. El juramento hipocrático (ante Apolo), desde el siglo de Pericles (V a. C.) hasta hoy, pide ejercer la medicina sin “afán de dañar, pura y santamente”. En el XII d. C., Maimónides, filósofo y médico, dijo: “Oh, Dios, el arte es grande pero el espíritu puede avanzar siempre más adelante”. Tiene su gracia que en el Parlamento de la Rioja, su vicepresidenta hable así de una Edad Media que está dando a luz las universidades como fruto natural de sus escuelas catedralicias; con San Millán de la Cogolla, la cuna del castellano, donde rompe a hablar con una oración a Jesucristo. Valvanera, Berceo, santo Domingo de la Calzada, san Juan de Ortega, santo Domingo de Silos, san Millán: dicen creencias personales plasmadas en puentes, caminos, hospitales, boticas, bibliotecas, Camino de Santiago (la calle mayor de Europa y espina dorsal de La Rioja). Filosofía, artes, ciencias, historia, religión están en diálogo desde que nacen. Quien no quiere escucharlo necesita convertir la escuela en una lucha de “clases”.
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