Ética del cuidado en el aula
Siguiendo con el planteamiento de la ética del cuidado entendida como nuevo paradigma educativo, se plantean algunas claves y propuestas que hacen hincapié en dos espacios propicios para ahondar en el cuidado: la tutoría y la clase de Religión.
Para el filósofo Emilio Lledó, educar es abrir y desarrollar posibilidades que ayuden a cada ser humano a construir un espacio más amplio que el que ofrecen las respuestas inmediatas o prefabricadas.
Por eso necesitamos una escuela que despliegue posibilidades y no las arrincone o clasifique antes de probarlas. En este despliegue, reconoceremos que no se educa para la vida, entendida esta como un futurible donde lo que prima es la productividad, la elección adecuada de la profesión y el rendimiento personal. Educamos en la vida, en la creación de posibilidades por estrenar, en la toma de conciencia del mundo que nos insertamos, en la generación de un pensamiento crítico capaz de afrontar las contradicciones sin ahogarse, en la construcción de vínculos interpersonales que cuiden la vida buena, la conversación y la cooperación.
La preposición “para” normalmente denota una suerte de preparación en la ideología, cultura y sistema dominantes: aquello con lo que se logra el éxito en esta vida. Mientras que la preposición “en” nos instala en un lugar interior vital y dinámico. Ese “en” hace posible que entre escuela y vida no haya divorcio, sino vinculación. Aprendemos en y desde la vida. Y educar en las posibilidades que nos despliega la vida es adentrarnos en los cuidados recibidos y en los que podemos dar.
A cuidar se aprende cuidando y tomando conciencia de que somos cuidados a lo largo de nuestra historia. En esta reflexión queremos hacer hincapié en dos espacios propicios para ahondar en la ética del cuidado: la tutoría y la clase de Religión.
La hora de resignificar las tutorías
Para no pocos educadores, la tutoría es una pesada carga que debe soportar. Es un añadido en una mochila ya repleta de programas, documentos y aplicaciones tecnológicas que debe dominar. La tutoría, entonces, toma nombres diversos: desconocimiento, tiempo añadido, encargo, venganza, hartura, etc. Para muchos adquiere rostro de algo indeseable.
En muchos casos, se sale adelante entendiendo la tutoría de forma operativa, intentando llenar esas horas como sea. Y, sin embargo, desde esa educación en la vida real, la tutoría se nos muestra como un espacio privilegiado para acompañar, sostener y cuidar la vida. A esta apreciación solo se llega desde la bajada hacia lo profundo de uno mismo, de mi vocación educativa, allí donde redescubro el sentido de mi presencia en el aula, más allá de ser profesor de Religión. Por eso, siempre he sido de la opinión (y durante seis años, en la práctica) de hacer compatible ser profesor de Religión y tutor, aunque uno sea jefe de departamento.
La ética del cuidado nos permite resignificar la tutoría generando un renovado encuentro entre tutor y alumnado. Y esa vinculación contiene ciertos elementos que en tutoría hemos de tener muy presentes. Citamos alguno de ellos:
- Partir del alumno, de su situación real, de sus preocupaciones familiares en esta hora de desconsuelo a raíz de la pandemia que sufrimos, partir de sus resultados académicos, del lugar en el que se encuentran y no en el que nosotros imaginamos.
- Dar voz al grupo. “Mi voz no tiene sentido sin la voz del grupo”, repetía Paulo Freire. Somos facilitadores de la narración de la identidad de los alumnos; una identidad que no es teórica, sino que los niños y adolescentes narran con sus propias palabras, con sus gustos musicales, con su manera de expresarse. Sería fantástico abrir conversaciones en el aula donde cada cual se pudiera expresar sin que necesariamente haya que llegar a acuerdos, pero donde cada cual se sintiera portador de una palabra única e irrepetible: la suya, que tiene sentido y que es escuchada.
- Dar voz para que sepan leer el mundo en el que viven: leer los acontecimientos a partir de los hechos y datos de la realidad: en estos momentos aprender a escuchar la pandemia del coronavirus es uno de los mayores retos educativos que se nos han planteado en muchos años. Leer el mundo para aprender de él. Quizá el cuidado esencial es uno de los grandes aprendizajes del tiempo que vivimos.
- El educador es más artesano que técnico. La tutoría es un espacio de recreación y reencantamiento, donde se ejercita eso de “levantar la moral” para no caer en la desmoralización. Como artesanos, creemos en la posibilidad y estamos atentos al inédito viable que puede ser cada alumno. Por eso huimos de ese fatalismo histórico que siempre se queja: “Con este no hay nada que hacer”, “aquel es un desastre”. Rechazamos los determinismos y los juicios que nos degradan como seres humanos y nos incapacitan como educadores.
- La tutoría, así entendida, será un instrumento de acompañamiento y de cambio. La tutoría es un valor instrumental, un medio para educar. La educación, el acto educativo, es el valor intrínseco que hay que proteger, asegurar y fomentar. Por eso la tutoría está al servicio de la educación, y no puede considerarse como un espacio vacío entre asignaturas. Como tutores, tratamos hacer emerger lo esencial de nuestra vocación educativa, que no es ser profesor de una determinada asignatura, sino educar, estar con, acompañar, intentar extraer lo mejor de cada cual.
- La tutoría nos enfrenta con la autenticidad de nuestra vocación docente. Y la autenticidad tiene que ver con la totalidad, no con la parcialidad. Somos auténticos cuando ponemos en juego la totalidad de nuestro ser educadores y ponemos toda la carne en el asador. La tutoría es la parcialidad que ayuda a componer el puzle de la vocación educativa.
- Como tutores, hemos de hacer emerger la pedagogía de los sentidos: se educa con la vista, observando el comportamiento de los adolescentes, cómo se relacionan, quién está solo o a quién aíslan, etc.; se educa con el oído, escuchando los desaires de los chavales, sus quejidos y sus silencios; se educa con el gusto, saboreando la vida inquieta o aburrida de sus alumnos, detectando a qué sabe y desarrollando la sensibilización ante ellos; se educa con el tacto, con la mano amiga, también con la “mano izquierda”; se educa con el olfato para oler lo que está pasando, para anticiparse a lo que puede pasar y podemos evitar.
En definitiva, la ética del cuidado nos permite saborear las fuentes de nuestra vocación educativa. Ser tutor es tener claro aquel viejo dicho popular: “Donde no hay mata, no hay patata”; donde no hay educador, no hay posibilidad de desarrollar un buen tutor.
El acto educativo es el valor intrínseco que hay que proteger, asegurar y fomentar. Por eso la tutoría está al servicio de la educación
Por una cultura del cuidado
Vivimos en una cultura acelerada donde la violencia muestra muchos rostros: acoso escolar, agresiones, silencios cómplices, alumnos invisibles, abusos de poder y todo tipo de abusos. Prevenir cualquier tipo de violencia constituye una labor enormemente compleja y que afecta a toda la comunidad educativa. Prevenir es curar, solemos decir. Y prevenir también es cuidar; cuidar el tipo de relaciones que instauramos, los espacios que ocupamos y las actividades que realizamos. El entramado de acciones que la prevención comporta está presidido por la responsabilidad entendida como anticipación ante situaciones de riesgo.
No solo somos responsables de los males realizados, sino de los que en un futuro corren el riesgo de que sucedan y nosotros podemos evitarlos, o al menos tenemos el deber de evitar que sucedan. El objetivo principal de la prevención es que un daño no se llegue a realizar. En positivo, la prevención fomenta un tipo de vínculos saludables y humanizadores; esa ha de ser la guía de nuestra actuación. Como tutores, se nos abre un camino digno de ser transitado.
La prevención, más allá de los protocolos de seguridad que son necesarios, alienta una cultura del cuidado, una espiritualidad del acompañamiento y una comprensión de la estructura educativa que afecta a todas nuestras acciones. En este sentido, la prevención es sistémica, pues afecta y llega a todos los rincones del sistema educativo. Por eso la prevención no solo tiene como propósito anticipar posibles casos de agresiones, abusos y discriminaciones, sino modificar las condiciones de posibilidad para que no se den. La prevención, por tanto, está orientada a generar cambios efectivos en las relaciones de poder, en la creación de espacios seguros, en el fomento de valores que realmente humanicen la vida de los centros.
En todo caso, el principio que nos debe guiar es el de ser custodios de la dignidad del menor. La dignidad es el valor absoluto incuestionable que no solo hemos de proteger, sino ayudar a desplegar en su mayor potencial. Como educadores y adultos, somos portadores de un encargo esencial: custodiar la dignidad del otro, no mancillarla ni herirla. Custodiamos algo que no nos pertenece, porque los menores no son nuestros, los alumnos no son de nuestra propiedad y, sin embargo, tenemos la misión educativa de acompañarlos y hacerlos crecer para que esa dignidad contenga y desarrolle todos aquellos valores que humanizan la vida y la hacen más amable.
La cultura del cuidado, apuntábamos unas líneas más arriba, alienta el cultivo de espacios y ambientes seguros. Arrastramos una idea de seguridad que a menudo se confunde con control exhaustivo, vigilancia o desconfianza, y eso conduce necesariamente al temor y a mantener posturas defensivas. No es ese el espíritu que debe predominar cuando hablamos de cultivar espacios seguros.
La seguridad es una de las necesidades del alma que ayudan a echar raíces, como sugiere Simone Weil. Significa que una persona o un grupo no vive bajo el peso del miedo o del terror por una serie de circunstancias, como puede ser el hecho de que haya habido casos acoso escolar en un colegio. No podemos permitirnos hacer del miedo un estado duradero. Eso solo se cura con la conciencia de habitar en un espacio que proporcione seguridad. Los espacios seguros están vinculados a la creación de entornos saludables en los centros educativos, donde se hace necesario controlar y prevenir los factores de riesgo e incluir factores promotores de salud y bienestar.
Y la clase de Religión
La ética del cuidado también informa a la clase de Religión y le proporciona una perspectiva muy adecuada para complementar ciertos contenidos del currículo educativo. En este momento, me referiré a solo un aspecto relevante para el área de Religión. Al cuidado no se llega de forma lineal. Hay que dar un salto siendo conscientes de los vínculos que creamos y que recibimos. El Dios de Jesús nos anuda a él a través del hermanamiento con los otros. Cuando trabajamos las imágenes de Dios en clase, es importante resaltar esta característica. Dios nos habla a través de los vínculos que generamos. Nos hacemos humanos por los vínculos recibidos y de los que formamos parte.
Cuidar a los otros empieza por reconocerlos como personas, como seres singulares que merecen ser saludados por su nombre
Estas afirmaciones nos pueden ayudar a hacer frente al conocido relato de la perdición de Caín. La tragedia de Caín no es asesinar a su hermano Abel; ese acto es consecuencia de una creencia previa: Caín no se sentía vinculado a su hermano. Esta es la mayor tragedia: no sentirse vinculado al otro. Ahí yace la cuna de la deshumanización como proceso y de la inhumanidad como situación de negación de posibilidades de vida buena. Negar el vínculo es tirar a la borda nuestra humanidad. Y no nos olvidemos que el arquetipo de nuestra civilización que todo lo conquista es la figura del guerrero: aquel que avanza y progresa habitando en la desvinculación, lo cual hace impensable una vida ética adecuada. La postura de Caín nos conduce hacia un ateísmo práctico, aquel que niega la existencia del otro o cuya existencia le molesta por las razones que sea (de ideología, etnia, religión, condición sexual, etc.). Negar el vínculo, aunque se difiera en argumentos, ideas y perspectivas, es dar la espalda al Dios vinculante.
La filosofía Ubuntu, que alentó en Sudáfrica a Mandela y a Desmond Tutu, entre otros, complementa esta reflexión. La palabra “ubuntu” es una expresión popular que significa que una persona es persona gracias a los demás; somos gracias a los otros, sean de la raza que fuere y piensen como piensen. El término “ubuntu” se compone de dos partes: Ntu (‘persona’) y Ubu (‘que me estoy convirtiendo’). Soy persona, pero no estoy completo, porque tú me completas. El espíritu Ubuntu reclama al otro como palanca para que yo pueda ser plenamente persona: “Te necesito para poder ser yo”. Sin los demás estoy incompleto, de suerte que el vínculo entre las personas aparece como un lazo de necesidad, responsabilidad y cuidado enormemente importante para nuestro desarrollo. Soy mejor persona gracias a los demás.
Cuidar a los otros empieza por reconocerlos como personas, como seres singulares que merecen ser saludados por su nombre y a los que expresamos con nuestros hechos y palabras: “Yo te veo y te reconozco”. Cuidar a los demás comienza con la toma de conciencia de que están ahí delante. En último término, hablar del reconocimiento entre personas es hablar del encuentro humano, haciendo verdad la sentencia de Martin Buber: “Toda vida verdadera es encuentro”. Y ese tipo de encuentro desprende chispas evangélicas, en tanto que vincula, al estilo de Jesús, mediante comportamientos sanadores y compasivos.
La actualización del relato de Caín y ponerlo en diálogo con la filosofía Ubuntu pueden ayudarnos en la clase de Religión a desvelar el rostro del Dios de Jesús e impulsar a dar ese salto necesario hacia el cuidado que nace de la convicción de que nos necesitamos unos a otros, tal como señala el papa Francisco: “Ojalá que tanto dolor no sea inútil, que demos un salto hacia una forma nueva de vida y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros, para que la humanidad renazca con todos los rostros, todas las manos y todas las voces, más allá de las fronteras que hemos creado” (Fratelli tutti 35).
Este es un primer ejemplo de cruce entre ética del cuidado y clase de Religión que podemos seguir alimentando en estas páginas.