Llamada a ensanchar la vida
Partiendo de mi reciente publicación "Es nuestro momento. El paradigma del cuidado como desafío educativo" (Fundación SM, 2020), del que se han extraído ideas esenciales de estos tres artículos, se propone el cuidado como nueva ética relacional y como enmienda a la totalidad hacia el sistema inhumano de no vida que nos intentan vender como vida buena.
Probablemente, cuando pensamos en ética del cuidado, intuimos que nos introducimos en la senda de tres tipos de cuidados necesarios: el cuidado a uno mismo, a los demás y al planeta comprendido como nuestra casa común. Y esto es cierto, pero solo en parte. Porque, antes que aplicación de unas técnicas o desarrollo de ciertos aprendizajes, el cuidado supone un cierto enfrentamiento con la realidad que vivimos y una lectura ética y creyente que, entonces sí, conlleva adoptar no unas determinadas estrategias sino un estilo de vida alternativo al que usualmente vivimos; entonces, el cuidado se tornará cuidado esencial y fontanal.
La pandemia, espejo de la vida real
El punto de partida de esta reflexión no es un concepto, sino la realidad misma que estamos atravesando como humanidad: un microscópico virus ha puesto en evidencia la fragilidad de nuestras vidas, la debilidad de nuestras economías y la insostenibilidad de nuestro modelo de desarrollo. La pandemia del coronavirus contiene muchas lecturas. La sanitaria es la que concita un dolor desmesurado por tantas víctimas que está causando y por unos duelos que no alcanzamos a imaginar.
Pero la pandemia es una realidad que desde el punto de vista ético y creyente hemos de saber escuchar: ¿qué es lo que nos está diciendo esto que nos está pasando y que nos atraviesa como humanidad? Durante el pasado mes de mayo, en pleno confinamiento, escuché una entrevista al sacerdote y escritor argentino Hugo Mujica. Hablaba de la pandemia como eso otro que se nos impone, una realidad que está ahí y que nos invita a saber escuchar y comprender todo aquello que nos está desvelando. Hay que aprender a callar para dejar decirse a eso otro que nos visita. Entre las perlas que dejó en esa entrevista, hubo una que me asaltó con fuerza: “La vida era estrecha tal como la veníamos viviendo”.
Sin duda, estas palabras invitan a una seria reflexión que nos puede conducir de una forma sorprendente a la esencia de la ética del cuidado. ¿Cómo veníamos viviendo la vida antes del estallido del coronavirus? En alguna de las últimas conferencias que escuché a la activista ecofeminista Yayo Herrero, solía comenzar su alocución con estas o parecidas palabras: “El modelo económico, social y cultural actual ha declarado la guerra a la vida; urge recomponer el sistema”. Vida estrecha y declaración de guerra a la vida. Todo esto es la antítesis de la ética y la cultura del cuidado.
La vida estrecha tiene que ver con algunas premisas básicas en nuestro modo de concebir la vida y la educación. Veamos algunas:
- El predominio de la razón científico-técnica que se encuentra al servicio de una maquinaria engrasada para producir más, no para ser mejores; para alcanzar más crecimiento económico, no mejor desarrollo humano. La educación parcelada que prefiere llenar la cabeza de conceptos en lugar de ordenar la mente, como dijera Montaigne, está al servicio de este modo de saber.
- Los medios que desbordan a los fines. El papa Francisco afirma en Laudato si’: “Tenemos muchos medios para unos escasos y raquíticos fines” (203). La instrumentalización de la vida conduce a absolutizar lo que solo son medios. El auge y el uso inadecuado de los medios tecnológicos o de las redes sociales son solo dos ejemplos complementarios de cómo el medio eclipsa a los fines que humanizan la vida. En muchos casos, eso que llamamos innovación educativa ha estado más pendiente de los instrumentos que de los fines educativos.
- El cortoplacismo y la ley de la instantaneidad. Nada a largo plazo porque lo urgente siempre derriba a lo importante. También la educación, tanto en los sistemas educativos en manos del partido político de turno, como el día a día en el aula, están presididos en demasiadas ocasiones por un cortoplacismo escasamente fecundo.
- La escisión y la ruptura con la esencia de la vida. La vida estrecha propicia una suerte de separación progresiva de ser humano consigo mismo, que conduce a la dispersión y la distracción; de unos seres humanos con otros, que lleva a relaciones de dominio y abuso; de la humanidad con la naturaleza, que culminan en la destrucción de la madre Tierra. Toda separación antropológica conduce a la devastación de la vida. También en la educación deberíamos revisar hasta qué punto participamos de esta triple brecha antropológica.
- Dominio sobre la realidad, control hacia los demás y éxito personal son tres de las ideas fuerza que recorren esta vía estrecha, pero que nuestra civilización ha coronado como horizonte de una vida felizmente cumplida. ¿A qué llamamos excelencia en educación? ¿En qué modelo de persona estamos educando si echamos gasolina solo a la máquina de producir más y más y miramos al mercado laboral existente como el gran referente del horizonte educativo?
Todas estas características moldean un tipo de civilización en el que todos hemos nacido y crecido. La denomino “civilización de la conquista”. Su arquetipo es el guerrero que vale para cualquier tipo de contienda: en la batalla militar, en la política, en la económica, en eso que Pío Baroja denominaba la lucha por la vida y que no era más que la expresión del darwinismo social al que nos impele esta dinámica deshumanizante. La vida estrecha se sentía todopoderosa y desafiaba a los límites personales y a los planetarios. Paradójicamente, la ausencia de conciencia de límite horadaba una vida sumamente constreñida y de corto recorrido. La vida estrecha, en suma, declara la guerra a la misma vida que no llegamos a comprender en su fontanal expresión. ¿Para qué se nos dio la vida? ¿Y qué estamos haciendo con ella? Urge encontrar caminos que ensanchen la vida y la hagan más respirable.
Cuidar y ensanchar
Hay una alternativa a la civilización de la conquista y al modelo de persona guerrera. Desde la experiencia de pisar a fondo la vida estrecha, también contamos con algunas señales que nos avisan que otra vida es posible. La vida ancha quizá tenga que ver con:
- Favorecer la razón cordial capaz de hacerse cargo de la complejidad de la realidad y que despliega las inteligencias múltiples y las capacidades diversas sin clasificar ni etiquetar a las personas.
- Recordar que los fines dan sentido y dirección a los medios, y no al revés. Y, si pensamos en la educación, urge replantear nuestras finalidades educativas: qué tipo de persona y hacia qué modelo de sociedad estamos educando. Solo despejar esta pregunta desvela posibilidades insospechadas.
Mirar a largo plazo, favoreciendo la lógica de los procesos en relación con los proyectos, siempre parciales y ordenados a un horizonte temporal más amplio. Francisco nos recuerda que “el tiempo es superior al espacio” (Evangelii gaudium 222) y, en esta dirección, el largo plazo nos permite no encallarnos en la búsqueda inmediata de resultados. Recordemos, con Paulo Freire, que vivirnos en clave de proceso es el primer resultado educativo. - El vínculo con la vida será la llave de entrada a este ensanchamiento personal y colectivo. El vínculo con uno mismo promueve el abrazo a aquello que soy y a la reconciliación personal; el vínculo con los demás conduce al reconocimiento esencial de cada persona con la que me encuentro; el vínculo con los extraños promueve la hospitalidad; y el vínculo con la naturaleza nos convierte en custodios de un hogar que no es nuestra propiedad privada.
- Ensanchar la vida conlleva promover valores como el servicio como clave de un liderazgo relacional, la sanación como proceso que permite atender tantas heridas y sufrimientos y la cooperación como forma de actuar conjuntamente en unos desafíos que superan nuestras capacidades individuales.
A este modo de ensanchar la vida le podemos denominar “civilización del cuidado”, que tiene su origen en el reconocimiento de los vínculos que nos atan a la misma vida. Vivir de espaldas a los vínculos que nos constituyen es renegar de nuestra propia condición humana y de nuestro hábitat existencial. Formamos parte de un ecosistema que propicia seguir vivos en virtud de los vínculos visibles e invisibles que nos sostienen. Cada historia de amor, cada historia de solidaridad, cada historia de resistencia es posible no solo por las acciones que se generan, sino, fundamentalmente, por los vínculos que se alimentan. Cuando nos miramos los unos a los otros en nuestros espacios educativos, de solidaridad y de relación, comprendemos que somos, en buena parte, la historia de nuestros vínculos. La pandemia del coronavirus nos hizo habitantes por un tiempo del planeta de los cuidados, donde tantas personas desde sus trabajos y desde su voluntariado se enredaron en cuidados sanadores, rehabilitadores, nutritivos y compartidos.
Una mirada esquemática nos ayudará a reconocer las dos vías propuestas.
La vida estrecha se asemeja a ese tren llamado “el tren de la bestia”, que carga cada día y desde hace décadas con cientos de migrantes centroamericanos que suben a un tren que los conducen hacia los Estados Unidos cruzando México. Un viaje que muchos empiezan y pocos lo acaban. Un tren repleto de violencia, desamparo y soledad. Y la vida ancha se parece a las llamadas patronas de Veracruz: un grupo de mujeres voluntarias que, cada día, al paso de ese tren, reparten a esos migrantes bolsas de comida cocinada por ellas mismas. Al paso de un tren que no se detiene exponen sus cuerpos y sus vidas para cuidar a personas que nunca más volverán a ver.
El necesario salto espiritual
Ahora bien, al cuidado no llegamos por la fuerza de los puños, ni por adentrarnos en una suerte de nuevo conocimiento. Tampoco se agota en unas aplicaciones que devienen en herramientas de aplicación inmediata, a las que somos tan dados en nuestras aulas y que satisfacen nuestro deseo de supervivencia pedagógica. Antes que una didáctica, una pedagogía o una ética, el cuidado adviene a nosotros como una espiritualidad que nos sumerge en la fuente que permanentemente convoca: “Aquí se están llamando / a todas las criaturas / y de esta agua se hartan /aunque a oscuras / porque es de noche”. Los versos de san Juan de la Cruz resuenan en esta hora de despertares que nos refrescan. Al cuidado no se llega solo; del cuidado se viene, si somos conscientes de ello.
La espiritualidad nos adentra para constatar que los problemas que nuestra civilización ha generado no es capaz de solucionarlos desde la misma vida estrecha que lo alimenta. El cambio climático, las desigualdades crecientes o los desplazamientos masivos desde el Sur al Norte del planeta no tienen encaje en el actual sistema de vida que nos hemos dado. No es solo un problema técnico. Ya en el pasado siglo Einstein advirtió que “ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que se creó”. Los problemas que nos congregan como humanidad en peligro de extinción no se resuelven en el mismo ámbito en el que se han creado; necesitamos dar un salto hacia lo mejor de nuestra humanidad herida y enferma para poder enfrentar los desafíos de nuestro mundo con garantías.
Salto espiritual y cambio de paradigma son dos expresiones similares. No hay cambio de paradigma sin ese salto de nivel de conciencia. Un paradigma en un modo de ordenar la realidad y de instalarnos en ella. El paradigma de la conquista y del crecimiento desbocado ha explosionado en nuestras manos. La pandemia que atravesamos nos da cuenta de ello. La cuestión no radica en quejarnos de la herencia recibida, sino poner alma, corazón y vida en el cuidado que viene.
Debajo de los escombros
Tras la caída del muro de Berlín, en 1989, el escritor y expresidente de la República Checa, Václav Havel escribió: “Es como si algo estuviera desmoronándose, descomponiéndose y agotándose, mientras que algo distinto, todavía vago, estuviera emergiendo de los escombros”. Debajo de los escombros de la pandemia que sufrimos, se encuentran esquirlas de compresión de una vida que está apenas por estrenar y que nos reconcilia con la mejor tradición de la especia humana: el cuidado, la cooperación y el servicio. La memoria genética de nuestra especie alberga la emoción más radical y primigenia que es el amor, según el biólogo Humberto Maturana; y ese amor dibuja una línea de vida progresivamente más ancha en la medida que somos conscientes de algo muy elemental: somos la suma de los cariños y cuidados que hemos recibido a lo largo de nuestra vida. Si eso es así, el cuidado emerge como nueva ética relacional y como enmienda a la totalidad hacia el sistema inhumano de no vida que nos intentan vender como vida buena.
Eso que nos venden es lo que yace en los escombros de nuestra agonizante civilización; es la maquinaria que ha tapado lo genuinamente valioso: la vida. Probablemente, nos encontramos ante un momento kairós único en el que el acto educativo tiene la posibilidad de liderar un nuevo paradigma de crecimiento personal, de convivencia interpersonal, de transformación social y de veneración de la vida, que hace de la ética del cuidado su centro de gravedad. A este nuevo paradigma podemos acudir desde cualquier confesión religiosa, desde cualquier mirada humanista, con tal de que reconozcamos eso que tantas veces repite el papa Francisco en Laudato si’: “Todo está conectado”. Esta aseveración nos reconoce como realidades vinculantes entre nosotros y con todo lo vivo.