¿Dónde está la indiferencia?
Año tras año, con alumnos nuevos siempre (y esa es una innovación educativa a la que no siempre atendemos lo suficiente), toca el reto de presentar la asignatura. Entran en juego lo que yo sé y he preparado y, en el caso de la ERE, todos los prejuicios del mundo, a los que no suelo prestar demasiada atención. Me lo planteo desde lo más interesante y desde lo mejor, convencido de que tiene gran atractivo y que hará bien a los alumnos. Igual que dentro de la definición de “paternidad” no entra el “infanticidio”, de la misma manera al buscar qué sea “religión” no hablo de sus muchos desastres. ¿Qué es lo mejor?
Dos serían las formas de proceder en la argumentación. Desde arriba, desde la revelación y las fuentes mismas de la teología más clásica, o desde la jerarquía. O desde abajo, desde la experiencia concreta de quien se inicia en la realidad, en su propia realidad personal y la circundante. Elijo metodológicamente la segunda, por los ecos que puedan observarse. Una definición de persona, para luego decir que puede tener religión o experiencia religiosa, es fundamental. Una definición amplia, evidentemente, que corresponda a su capacidad. ¿Es la persona capaz de religión?
El término persona, como es bien sabido, es amplísimo y no pocas veces se ve cercenado y reducido por concepciones de tal o cual índole o particular método. Así que, olvidándonos nuevamente de lo general, buceamos en por qué elegimos esta palabra, y no otra, para definirnos y qué quisimos decir con ella. Detrás de la palabra “persona” hay dos realidades: la de ser caja de resonancia de los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor y la de vivir bajo una máscara que nos muestra y oculta al mismo tiempo, es decir, nos revela. Esta definición, para empezar, permite contemplar la persona con relación con su capacidad de diálogo con el entorno.
La religión, vista desde el lado de la persona, es de este modo una experiencia, una vivencia personal de algo que sucede por estar próximo a determinados acontecimientos, realidades, objetos, palabras, testimonios… y que provoca en la persona un eco. ¿Cuál eco? Pues si todas las mediaciones cumplieran trasparentemente, que es verdad que no es así, ni es tan fácil que lo sea, su misión simbólica, la experiencia de la que estaríamos hablando sería la de lo Absoluto personal, la de Dios, quizá siempre desconocido, pero mostrándose. Algo que, por lo tanto, emparenta muy radicalmente, muy en raíz, muy hondamente con la aspiración del ser humano hacia lo mejor de lo mejor, hacia el Bien incondicional.
En esta primera definición de religión lo que encuentro en mis alumnos no es indiferencia, como tantas veces se dice, sino más bien lo contrario. Quizá haya en lo que hablemos a partir de ahora algo realmente valioso que nos sitúe en una dirección adecuada. O, en caso contrario, algo que efectivamente debamos rechazar para no confundirnos, para no dejarnos engañar, para que no se rompa la íntima y personal conexión que tenemos con la Vida.
Lo más interesante, a decir verdad, que descubro en los jóvenes, y lo que más respeto me da, es su indiferencia respecto del mundo. Pero no he visto eso ni respecto de la Vida de ellos mismos, ni mucho menos la de sus cercanos, ni tampoco de los que más sufren. Una definición de religión que simplemente sea la de la “propia conexión” con lo Absoluto sería, a mi modo de ver, una perversión que nada tendría de buena, de ajustada, de real, de fuerte. Sin embargo, cuando la religión se plantea como la posibilidad de vincular y relacionar todo con lo mejor, entonces, y solo entonces, creo que comenzamos a decir algo que merezca verdaderamente la pena estudiar, dialogar, conversar, criticar y vivir con pasión.