¿Queremos alumnos competentes o incompetentes?
El debate sobre las competencias tiene largo recorrido. No es de esta Ley que llega, ni de la actual, ni de la anterior, ni de la anterior a la anterior. Tan largo es el asunto que se nos ha olvidado -en parte- la pregunta inicial y nos enredamos en las posibles definiciones que se han ido enriqueciendo con el tiempo. ¿Cuál era esta pregunta? ¿A qué responde tanto énfasis en este término y por qué no se cambia por otro?
La primera parada la hacemos en un tiempo de fuertes cambios impulsados por el Estado del bienestar y su imparable expansión por occidente, con transformaciones notables en el mundo industrial, las comunicaciones y la adaptación de innovaciones a la esfera social. Un exponencial desarrollo para el que la educación general y la alfabetización básica se quedaba corta, en un marco en el que la población no continuaba estudios después de incorporarse al mundo laboral. Sin embargo, el mundo laboral requería de más y más trabajadores cualificados, dando luego como resultado la necesidad de reconversión de los propios trabajadores a escenarios dinámicos y cambiantes. Fue entonces, cuando mirando a la escuela, alguno se preguntó cuál era su lugar en el conjunto y decidió -con amplio consenso- ponerla al servicio de la socialización. Palabra que originalmente no significa “relación con otros”, sino incorporación a esa nueva sociedad que se está tejiendo y surgiendo.
El segundo paso de las competencias fue el humanizador. Lo mismo que con los hospitales -por poner un ejemplo- de las grandes ciudades y otros servicios, que surgieron como grandes espacios para rendir ante colectividades crecientes con eficacia, las grandes estructuras de estas recientes dinámicas sociales se diseñaron pensando en lo funcional-económico y en lo práctico-resolutivo. Con el paso de los años, con preguntas en tiempos de paz y avances, grupos sensibles en cada campo han ido exigiendo la readaptación de los grandes motores de la sociedad pensando más en las personas que en “la gente”. Se atiende entonces, desde la escuela también, a la demanda de conectar la educación, no solo con el trabajo y el mundo académico superior, sino con “la vida” de las personas. Aparecen competencias entonces no diseñadas exclusivamente pensando en la vida adulta sino en el desarrollo integral del niño, del adolescente, del joven.
Siempre hay alguien que pregunta si antes no se hacía y la respuesta más clara es: no era la prioridad. La maquinaria general de la educación no se preocupaba particularmente de atender esas “necesidades”, por obvias que parecieran, y eran cubiertas por aprendizajes de otro tipo, no reglados y en otros contextos. Aun así, la cara de sorpresa sigue siendo importante cuando se dicen las cosas en tono tranquilo, pero con sinceridad. Sencillamente, la vida de las personas no era la prioridad. Y, probablemente, dadas las inercias y la imperiosa necesidad del Estado de servirse de la educación hagan que no siga siendo la prioridad. Por no hablar del contexto competitivo y de las exigencias que tal sistema reporta a la educación. Las cuales son patentes y esas sí que parecen “medibles”, “evaluables”, “calificables” y todo lo demás, con números transparentes y controlables.
En este tercer impulso que en nuestro contexto se da a las competencias ocurre que se deben justificar todavía más que la primera vez que se intentó y, por si fuera poco, el ruido y la humareda de anteriores intentos frustrados va dejando heridos y quemados por el camino a no pocos de los que se supone que son los responsables de su incorporación: maestros, profesores, equipos directivos. La tarea es ardua, porque no parte de un primer ideal que pueda servir de motor del cambio, de nueva motivación. Así que, lo que está ocurriendo es que, a todo lo anterior, se ha añadido la tecnología y la imperiosa necesidad de reiniciar todo el sistema para un contexto global y un escenario vital en sentido amplio donde su hegemonía nadie discute. Será la palanca de cambio a partir de la cual se impulsen estas nuevas competencias y sus saberes.
Vuelvo a la pregunta inicial. ¿Queremos alumnos competentes? Sería un error imperdonable decir que “no”, que lo que necesitamos es “incompetencia”. Pero, a donde muchos diálogos no llegan es a preguntarse en qué y para qué.
Últimamente tengo la alerta viva sobre la historia que no se construye hegelianamente a sí misma, como un despliegue positivo del espíritu, sino que incumbe decididamente a la libertad de la humanidad en cada hombre y mujer. Es decir, que construimos y somos partes esenciales del sistema general para que siga funcionando en la dirección marcada, la que siempre parece que son lejanos y oscuros personajes quienes la deciden. El siglo XX, sin ir más lejos, debería estar en la memoria para cuestionar permanentemente qué estamos apoyando, decidiendo e impulsando con nuestras capacidades y con nuestro ser.