Cariño
El cariño (“agapé”) es generoso, no envidioso, servicial. No fanfarronea, no busca su interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal. No se alegra en la injusticia; antes, al contrario, pone su gozo en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree y espera, todo lo soporta” (1 Cor 13,4-7). El término “agapé” que el teólogo reformado Nygren contrapuso a “eros” suele traducirse sea por “amor” en la lectura de la epístola de muchas bodas, sea por “caridad” en otras ocasiones. Ahora bien, entender “agapé” como caridad desnaturaliza mucho, pues la caridad ha pasado a ser poco más que misericordia con los enfermos y los indigentes (lo que está muy bien), asunto solo de hermanitas de los pobres y de frailes hospitalarios (ya no tan bien). Entenderlo como amor lo trastorna no menos, pues pocas palabras para el afecto y el apego hay tan maltratadas y ambiguas. En cambio, decir “cariño” es acogerse a lo humano más profundo a la vez que general: de los padres y madres a los hijos; en las parejas que se quieren de verdad; entre los buenos amigos. El cariño es incondicional como no lo son la pasión o el eros. Por eso, todo lo disculpa, no lleva cuenta de las ofensas acaso padecidas. En él, además, se aclaran mucho tanto el pretencioso amor universal a la humanidad como el modesto amor al prójimo. Es más fácil “amar” a todo el género humano que a la vecindad. No puede haber propiamente cariño a la humanidad, pero sí a los próximos, a los familiares, a amigos y compañeros, incluso a los vecinos. La ética del genuino amor (otra cosa es la de la compasión y la misericordia, también necesarias) es en verdad una ética del cariño: tener cariño a tu vecino como lo tienes a ti mismo, tenerlo a tus padres, a los compañeros de aula, en reciprocidad también entre maestros y alumnos.
Revista RyE N.º 355 Diciembre 2021