Símbolos elocuentes
Ardió Notre Dame, y París se quedó incrédula y consternada. Tembló la tierra en Asís hasta caer la bóveda de la basílica de San Francisco, y el mundo se sintió más pobre. ¿Cómo pensar Europa sin Notre Dame y sin Asís?
Abres el atlas de Europa y descubres una constelación de lugares y monumentos que han marcado siglos de historia. De Montecasino a Montserrat, de Cluny a Westminster: cientos de monasterios y abadías se yerguen como testigos de la milenaria vocación que tiene el europeo de cuidar el medioambiente, de ofrecer hospitalidad solidaria a los pobres, de dedicarse a la creación artística, al culto divino.
Al atravesar hoy Europa, no se ven más ni las miserables casuchas de los campesinos medievales ni las minas de la Primera Revolución Industrial, pero no encontrarás ni una sola ciudad ni un solo pueblo perdido en el campo sin su iglesia, su campanario y su cementerio.
¿Cómo pensar Europa sin las iglesias románicas de la Provenza o del Friuli? ¿O sin las iglesias barrocas de Andalucía o de Sicilia? ¿O sin las iglesias de madera de Escandinavia y las cúpulas bulbosas de Carintia? ¿Qué sería Barcelona sin la singular Sagrada Familia y sin el Tibidabo? ¿Qué sería Milán sin el duomo y sin el cenáculo de Leonardo da Vinci? ¿Y cómo imaginarse el perfil urbano recortado sobre el cielo de Viena, Colonia o Estrasburgo sin sus catedrales góticas, con sus vertiginosas agujas que van en busca de lo alto?
¿Te apasiona la peregrinación? Ahí tienes el Camino de Santiago, en el seguimiento de legiones de peregrinos que, desde hace siglos, se detienen a venerar sepulcros de santos y mausoleos de héroes y a admirar obras maestras insignes como la basílica de Vézelay o la catedral de Pamplona. Y, si quieres caminar hacia el sur, tienes la Vía Romea Germánica, que, partiendo de los mosaicos bizantinos de Aquilea y de Rávena y pasando frente a la estupenda fachada de la catedral de Orvieto, te lleva hasta la “Ciudad Eterna”, la “caput mundi”.
El juego de la geografía religiosa de Europa puede continuar con aquel mítico itinerario de miles de kilómetros que une el monte Saint-Michel (en Normandía), pasa por la sacra de San Michele (en los Alpes piamonteses) y llega hasta el monte Sant’Angelo (en Apulia). Mientras tanto, otra ideal trayectoria transversal une los más modernos santuarios marianos de Fátima y Częstochowa, pasando por Lourdes y Loreto, entre otros.
Otras historias religiosas tienen su puesto indeleble en Europa. Ante todo, la trágica Auschwitz y los campos de exterminio donde se consumaron los horrores del Holocausto, pero ciudades como Roma, Venecia o Varsovia conservan las huellas de antiguos guetos históricos. En las tierras protestantes, basta recordar la Wittenberg de Lutero o la democrática ciudad de Ginebra, que Calvino intentó en vano convertir en teocracia, o también la lejana Lund, que, recientemente, recibió al papa Francisco como peregrino ecuménico con ocasión de los quinientos años de la Reforma. No menos seductor es el inmenso patrimonio histórico y artístico de la Europa ortodoxa: ¿cómo no recordar, por lo menos, el singular monte Athos y la ilustre Santa Sofía, así como el Juicio universal de la capilla de Voroneț, llamada “la Sixtina de Oriente”?
Símbolo vivo
Pero ¿con qué objeto traemos aquí a la memoria los signos de la Europa religiosa de ayer? Para recordarles a los docentes de hoy (y, por tanto, a sus alumnos) una verdad elemental: que el patrimonio histórico-religioso no debe estudiarse como un resto arqueológico de museo, sino como símbolo vivo. La escuela no tiene la imposible tarea de recristianizar la sociedad europea, que se ha vuelto, en gran parte, “poscristiana”. Tal cosa no sería más que apologética y nostálgica. Del pasado heredamos un importante patrimonio simbólico. Para valorizarlo, hay que conocerlo y traducirlo hoy en un paradigma nuevo, saliendo de los modelos estereotipados de la cristiandad premoderna y moderna. Como repite Francisco, la Iglesia misma, en este cambio de época, es una Iglesia en salida.
El patrimonio histórico-religioso
no debe estudiarse como un resto arqueológico de museo