Son barrocas las próximas fiestas, recargadas de dispares figuras: belenes, árboles, Papá Noel, los Magos y la estrella, luces y mercadillos en las calles. ¿Cómo poner algún orden en eso? ¿Cómo hacerlo ante hijos de familias cristianas y también no tan cristianas, más bien laicas? ¿Cómo armonizar lo que escuchan, ven en casa y en el aula? Las Navidades ponen a prueba la enseñanza en religión católica frente a otros credos, a otras religiones, a los laicos y al carácter aconfesional de las instituciones públicas.
Como muchos problemas educativos de calado, si no la solución, sí el método está en guiar un diálogo horizontal entre los alumnos. Hay temas que han de resolverse de arriba a abajo. Sería absurdo preguntar a los alumnos su opinión sobre si la Tierra es redonda o plana o si gira o no en torno al Sol. Si acaso vale como pregunta socrática, para conducir desde respuestas más o menos atinadas al conocimiento del sistema solar. Otras cuestiones, en cambio, no pueden zanjarse desde arriba, desde la tarima.
Han de elaborarse finamente a partir de la puesta en común (mejor que confrontación) entre los preconceptos y prejuicios presentes en el aula.
La maraña de símbolos que rodea a las fiestas navideñas solo puede desenmarañarse si se abandona o matiza el lenguaje indicativo directo (“Papá Noel vive en un bosque nevado”, “vinieron tres Reyes al portal guiados por una estrella”) por un lenguaje indirecto: “La tradición dice que unos Magos”, “una leyenda nórdica habla de un anciano de barba blanca que”. Ese lenguaje puede mantenerse incluso en el núcleo de la natividad. No es heterodoxo hablar así: “El evangelio cuenta que Jesús nació … “. Y añadir, desenmarañando todavía, que su narración es ajena al disparate del desaforado consumo por esas fechas.