Lo que se enseña mal, también hace daño
Esta es la responsabilidad que asume quien sale a la palestra y se presenta como maestro o profesor. Esta y no otra, frente al alumno. No se trata de una responsabilidad con “contenidos”, sino directamente con personas.
Los comienzos mismos de la filosofía, en sentido pleno, destacaban que su acción era terapéutica. No la de enseñar filosofía, sino la de practicarla. Y en esta tarea entraban, cada uno según su grado, tanto el maestro como el discípulo, tanto el más sabio como el que se iniciaba libremente.
Esta cualidad confirma que la razón, repartida como don generoso a toda la humanidad, necesita reconocer su herida inicial y ser heridos con algo mayor, más desconcertante quizá, más a la intemperie. Pero involucrarse decididamente en esta misión, pese al sufrimiento y la quiebra inicial, nos sitúa en el camino de la salvación. No solo de nosotros, también de toda aquella realidad y persona que trate con nosotros. Se actúa, probablemente en primer momento pensando en sí mismo y en lo que comienza a despertar, pero termina, a buen seguro, en la transformación del mundo entero. Tal es su capacidad. En paralelo, el enfermo contagia su enfermedad, el sano también cura.
Lo que se enseña mal, hace daño. Encierra aún más en la ignorancia, frustrando aún más el deseo de bien y verdad. La mala enseñanza enseña a claudicar, abandonar y dejar sendas fructíferas. Por duro que parezca, todos hemos recibido, en esto o en aquello, esta enseñanza que nos hizo pensar que para esto no valíamos, que era inútil esforzarse, o que no valía para nada, ni nos decía nada, ni nos aportaba nada.
Esta es la responsabilidad que asume quien sale a la palestra y se presenta como maestro o profesor. Esta y no otra, frente al alumno. No se trata de una responsabilidad con “contenidos”, sino directamente con personas. Empezando por nosotros mismos, dicho sea de paso; nadie llegó a ningún final. Y muy directamente diciendo ser capaz de vivir con otros, aún muy pequeños y distantes, sean niños, jóvenes o adultos.
Me cuesta no terminar con el objetivo de la enseñanza, que es lo que el alumno hace o debería hacer: aprender. El que aprende, también enseña. Como mínimo, su situación, su persona. Los profesores tenemos muchas veces, como segundos padres, dificultades para saber qué ocurre dentro de nuestros alumnos. Lo que les interesa y lo que no, sus retos y sus dificultades, sus entusiasmos y preocupaciones. Nos cuesta llegar, porque los alumnos lo muestran mal. O porque los profesores preguntamos poco. Comienzo todas mis clases preguntado a mis alumnos qué tal están. Y sus respuestas son opacas. Muchas veces me doy cuenta, a lo largo ya de la hora, de que no han sido sinceros.
Además, en lo directamente académico, quedan las lagunas que hay tapadas y aparecen orgullosamente opiniones traídas de fuentes poco fiables envueltas en palabras que quieren ser sabiduría. Al menos en nuestro ámbito, el filosófico-teológico se da en exceso, carente de rigor y muy voluble o sentimental. También aquí, curiosamente, en un ámbito estrictamente de aprendizaje, cuesta reconocer la ignorancia.
Quizá convenga terminar regresando al inicio. Se comienza a saber por el no saber conocido. Y por la intemperie que supone existir en semejante deshumanización, semejante herida.