Es difícil educar para la vida sin hacer de la muerte un tema tabú. Hace falta mucha madurez y también filosofía para ello. En esta hay dos prestigiosas máximas contrapuestas. Una dice con Michel de Montaigne que filosofar es aprender a morir. La otra, de Baruch Spinoza, sostiene que en nada piensa menos el sabio que en la muerte. Son sentencias enfrentadas, pero no incompatibles. Se puede y se debe aprender que es una vida efímera, mortal, la que tenemos, sin por ello pensar mucho en el morir, excepto en circunstancias o momentos en que no cabe obviarlo. Hay mucha sabiduría en este breve diálogo de viñeta de Charlie y Snoopy: “–Algún día moriremos”, “–Sí, pero no todos los días”.
A los niños y a los adolescentes hay que ayudarlos a aprender a vivir, pero no se debe inhibir ni soslayar el tema de la muerte y de los muertos. Es probable que el primer día de noviembre participen en algún acto familiar de visita al cementerio o de recuerdo de los que se fueron. La escuela no debería pasarlo por alto. En los días siguientes, cabe preguntar qué han hecho el fin de semana anterior. Si ningún alumno refiere algún acto en relación con los difuntos, no hay por qué suscitar el tema. Pero, si alguno o varios
sí refieren, conviene escuchar lo que dicen, atenderlo y analizar sus sentimientos y pensamientos al respecto, cotejar imágenes, ideas, creencias de unos alumnos y otros, y así también esclarecerlas. Tal vez haya terrores fúnebres que disipar, y entonces habrá que implementar la sentencia de Spinoza: para nada habéis de pensar en eso.
En ambiente cristiano, se ha de resaltar que “los fieles difuntos” del día dos son “los santos” del día uno. Feliz la familia que puede recordar como santos a los que ya no están, que los recuerda como las iglesias en los primeros siglos.