Cuando todo comienza con buen pie
Cuando era pequeño y hasta joven, la vuelta a las aulas significaba renovar vestuario y material. Recuerdo mi primera mochila gris de He-Man, el estuche de dos cremalleras y muchos lápices de colores, el bolígrafo rojo que expresaba categoría y, ya más mayor, la agenda del año. Todo aquello, que no era sino estética, me disponía para empezar de otra manera. Los libros, en mi caso, no eran nuevos nunca. Mis padres me pedían que, durante el verano, me los fuera leyendo. Por ir adelantando cuando había tiempo.
Ahora veo a compañeros preguntándose cómo empezar el curso y qué hacer los primeros días para crear ambiente. Aunque lo he dicho en muchas ocasiones, me repito: los primeros días solo sirven para que los alumnos sepan hasta dónde vas a llegar con ellos, lo que comúnmente decimos como “nos miden”. Eso es. Los primeros días son como los últimos: de metas, de horizontes abiertos, de fines, que a ser posible no sean ni finalistas ni “objetivos”. Es el momento de vislumbrar qué puede ser lo que llevamos entre manos y a dónde queremos dirigirnos y qué herramientas tenemos que nos lo van a permitir. Nada más, nada menos.
Durante el resto del año, cuando ya la preocupación por “las primeras veces” se ha pasado y todo se tiene más o menos controlado (o directamente adelantamos el sufrimiento y el disgusto) es cuando más recomiendo volver sobre esta pregunta a los profesores. Es decir, salirse del ajetreo, de las rutinas y recuperar aliento. No se debería entrar en ninguna clase a la ligera, porque allí habitan personas casi como en su casa. No se debería auto-concederse el privilegio de estar sin antes ser invitado y llamar. Y esto es algo que perdemos continuamente de vista. No creo que haga falta mucho más que, simplemente, tomar conciencia y ofrecer este encuentro.
Como todos pueden suponer, la superstición no es lo mío. Lo del pie nada tiene que ver con la auténtica religión. Es como brindar a la naturaleza la posibilidad de justificar lo que está en nuestras manos y exculparnos antes de las heridas provocadas. No es por superstición por lo que rezo antes de cada clase, sino para ofrecer lo mejor de mí a Dios para que allí pueda ocurrir algo grande. Ni más, ni menos. Saber que en el aula no estoy solo. Y no hacer apología de ello, porque es algo entre Dios y yo.
Me gustaría, y aquí lo digo por primera vez, que la pregunta por el sentido de la vida no se tratara tan a la ligera dedicándola a los supuestos grandes asuntos de la existencia y su infinita significatividad. Porque quizá el tan descrito momento enorme y traumático de no sé qué se prepara mucho antes cediendo terreno a detalles de una supuesta insignificancia que no es tal. Lo mismo, creo yo, es lo que perciben los mejores profesionales del diagnóstico, los profesores más esenciales, los maestros más prudentes. Y apunto, para terminar, que esos pequeños detalles no son, ni de lejos, algo estético habitualmente, algo que reluzca, aunque en su finitud, sino esencias. Y la gran pregunta de la educación no es por la esencia del aprendizaje, sino por la esencia del alumno, aquella bondad que está despertando ya en él y que deberíamos contemplar como a un milagro.