Experiencias educativas de empatía
Se puede decir que, en cierto modo, las relaciones sociales dependen de cómo seamos capaces de comprender esta palabra: empatía. En el sentido más común y repetido, es ponerse en el lugar del otro. Un ejercicio imposible, a todas luces, que habitualmente se traduce en educación en presentar cómo viven ciertas personas del mundo, particularmente aquellas cuya existencia es más compleja.
De este modo, la empatía es un ejercicio más bien intelectual. Lo que despierta emoción es el impacto de las condiciones de vida sufrientes del otro. Por eso, hablamos de “empatizar” como una especie de esfuerzo que hay que realizar, que no siempre da su fruto. Una parada en el día a día común, para atender particularmente al otro más que a uno mismo. De ahí que estas actividades, artificiales en su mayoría, terminen casi al finalizar el proyecto.
Reconocemos que hay, como si la naturaleza o la cultura nos hubiera distinguido, personas con un don especial para la empatía. Son los empáticos, que no necesitan empatizar y con quienes, en no pocas ocasiones, se trata de procurar que se centren un poco más en sí mismos, se vuelvan en algo egoístas y no se distraigan excesivamente con los problemas de los demás. Los empáticos están inmersos en una continua sensibilidad hacia el otro. Y habitualmente se acompaña esta consideración con el sufrimiento que les produce. No hay gozo, sino dolor.
Por otro lado, competencias de carácter emocional tienen, todavía hoy, la sospecha de convertir la enseñanza en algo blando, sin substancia, sin solidez. No nos hemos dado cuenta de que, más allá de ejercicios y propuestas meramente intelectuales, la educación se está replanteando su propia humanización y necesita abordar por otros caminos el desarrollo y crecimiento integral de la persona, o contribuirá, como una parte más del todo del mundo, en la mundanización y objetivación de la persona.
¿Por dónde empezar y qué alternativas hay en la escuela para vivir a fondo eso que decimos que es empatía?
En primer caso, recuperar las relaciones entre prójimos, entre cercanos. No para cerrar la escuela sobre sí misma, sino para atender bien a la humanidad del otro, con quienes vivimos “juntos” en nuestro tiempo y lugar. Evitando el despertar de la indiferencia, propiciando la diferencia ontológica entre persona con dignidad y cosa con valor. Las cosas, por supuesto, nos emocionan: películas, libros, imágenes, narraciones… Pero la atención emocional está puesta en la vida que fluye en cada persona y que se detiene muy particularmente ante los demás.
En segundo lugar, después de cultivar y cuidar las relaciones, el tiempo dedicado a escucharse y hablar, a expresarse y salir de sí, a convivir en sentido pleno, estaría la necesidad de dedicar tiempo cada persona a la reflexión sobre la valencia de dichas emociones o impactos. Qué nos provocan los otros y qué puedo hacer con todo ello, después de esponjarnos en el roce y disponer de oportunidades contra la distancia. Esas reflexiones se pueden hacer de muchas maneras, pero como seres humanos tenemos una herramienta esencialmente relevante: las palabras. Aprender a poner palabras, a nombrar. No es hacer un diccionario de términos con los que medirse, sino encontrar poco a poco formas de expresar la vida emocional. Y, en este sentido, conocerme a mí mismo, conocer la humanidad que hay en mí mismo, aceptar su densidad, su complejidad, su vinculación con la vida de los otros y su apertura.
En tercer lugar, la respuesta, la salida. Las emociones siempre son descritas como movimientos. Etimológicamente va en esta dirección. La emoción primaria actúa tendiendo a un cierto automatismo, que muchos tratan como biológico y otros tantos como cultural. Pero se daría en lo primario de una excesiva correspondencia, sin tiempo y sin paciencia, de la persona con el mundo. En este momento, se trataría de educar la voluntad, del diálogo de cada persona consigo misma en conciencia de cara a la acción, de aprender a tomar decisiones, a situarse, a elegir punto de vista. De modo que, junto a la voluntad, aparezcan los principios, decisiones racionales educables que se pueden cultivar y dialogar con otros. Una acción humana en sentido pleno decimos que es consciente y, por tanto, en ella la persona se construye, se significa a la par que da densidad a la vida en el mundo y con otros.
Teológicamente, estos tres movimientos tienen reflejo en un mundo cultural muy distinto. El trabajo de las emociones o sentimientos, hablando de vida adulta especialmente, puesto que la Biblia es vivida por una comunidad creyente adulta y nace a su vez de esta comunidad en diálogo con Dios, no atiende al despertar progresivo sino a la relevancia de acontecimientos fundamentes. Así, lo que hoy llamamos empatía se traduce en fraternidad, en el gesto de la interrupción de la propia vida en favor del otro como hace el samaritano en la parábola o Jesús en su camino por Galilea atendiendo a los demás sufrientes o inquietos. En tercer lugar, la respuesta cristiana empática no es meramente horizontal, si es que existe tal horizontalidad desprovista de hondura, sino en diálogo con lo Absoluto, con Dios. Si es judaísmo se funda en la tabla de la Ley, la plenitud cristiana de la Ley por la gracia se da en el amor al prójimo y a Dios unidos, que se educa en el servicio de unos a otros, en la copertenencia fraterna de la comunidad que celebra, que comparte destino.
Algo falta, que también aportaría de significativo el cristianismo al desarrollo de la educación del alumno: la universalidad, la catolicidad. La Iglesia supera toda raza, condición y circunstancia, nacionalidad o diferencia. Apelando al movimiento interno de la Escritura, desde sus mismos inicios se da el respeto y cuidado al otro extranjero, que llega a su plenitud en la misión en el mundo en el horizonte de la fraternidad universal. Siendo concepto difuso, lo que sí se puede hacer en la escuela es ir abriendo progresivamente los muros y favoreciendo experiencias en las que las personas desconocidas adquieran rostro, tejiendo en el encuentro un trato diferente.