Una mesa de cocina
Una librería, que debería celebrar sus primeros doscientos años este, dejó de abrir en abril del pasado. Una triste noticia. En la fachada, en el carrer de Sant Miquel, un cartel antiguo, pero no tanto: “Llibreria Roca 1824”.
Hurtaron el cuerpo de Juan de la Cruz, fallecido en Úbeda, la bella ciudad habitada por palacios, iglesias y hospitales renacentistas. Úbeda impresiona. Es como un viaje en el tiempo en Andalucía. Juan, el hijo de Catalina, era castellano y mudéjar; murió de erisipela un catorce de diciembre de 1591. Juan era pobre, poeta, reformador, místico y bajito, y él aún se hacía más bajo cuando lo invitaban a casa de señores importantes: se sentaba en el suelo con incomodidad ¡de quienes lo habían invitado! Como poeta es indiscutible, para muchos el más alto poeta en lengua castellana. “¿Cómo separar al poeta del místico, si las explicaciones del místico no eran sino comentarios o declaraciones de su propia poesía?”, se preguntaba en noviembre de hace sesenta y cinco años Lorenzo Gomis, otro gran poeta, periodista y místico. Estamos celebrando el primer centenario de su nacimiento. El “centro”, el secreto de Juan, corre muy “jondo”, en una hondura en que las cosas no se oponen. El reformador es poeta, el santo es fraile reformador. “El hombre de la más desnuda doctrina del anonadamiento y olvido de las criaturas” las convoca con cálidas palabras. Merece la pena leerlo, sin duda. Puso nombres a las cosas sencillas y se fue a rezar maitines al cielo. En Úbeda lo amortajaron en una mesa austera y luego lo enterraron, pero vinieron otros y de noche se llevaron el cuerpo, como está dicho. Mala suerte la de estas mujeres y hombres con éxito literario y místico a quienes luego trocean, como a Teresa de Ávila, “la Santa”, con su brazo errabundo o al de Ontiveros repartido. ¿Mejor no tener éxito literario? También el brazo con el que Javier no se cansaba de bautizar, ¿o fue el otro?, lo trajeron de la India y está en un altar lateral del Gesù romano.
En la Guerra de los Tres Años, quisieron robar las presuntas joyas del muerto, pero no había. Ya se ha dicho que era pobre. Un carmelita, hermano lego e inteligente, como muchos, según nos contaban, se llevó la reliquia a la cocina. Cuando los de la llamarada fueron a “detener” la reliquia, aquella era una simple mesa de cocina, rodeada de otros enseres. Lo mejor escondido es lo que queda a la vista de todos. Al poco tiempo, los de la primera llamarada (estas se producen siempre en verano, ¡ojo pues con el cambio climático que pueden adelantarse las llamaradas!) entraron en la ciudad quisieron “blanquear”, es un decir, la inscripción del “socorro rojo internacional”, casi enfrente de donde había muerto el santo. Con los años las letras iniciales rebrotaron: un palimpsesto al revés, que pudimos leer. Algunas resisten más, incluso en sus errores léxicos o gramaticales, como aquel “miles hispanus gloriosus” (que quiere decir ‘soldado español fanfarrón’) de la catedral nueva de Salamanca. Los que mandan escribir en piedra pocas veces saben latín. El “armis hic victricibus” a la salida de la capital hacia la ciudad universitaria duele a los ojos. La mesa de cocina se salvó porque fue menesterosa y pobre. Dios creó los pájaros, pero se olvidó de nombrarlos (Gn 1,20; 2,19-20). Tuvo que hacerlo el hombre, ella y él, aún no había sido lo de la costilla, con bellos nombres: jilguero, golondrina, gorrión, petirrojo. Juan, el “pájaro solitario” los llamó a cada uno por su nombre.
¿Qué hora es?
Gomis recuerda la anécdota que “trasluce un poco el hombre de fe, de esperanza y de amor”. El santo pregunta la hora. Aún no son las doce. “A esa hora estaré yo delante de Dios diciendo maitines”. Los frailes buscan, aturdidos, la recomendación del alma. “Déjenlo, por amor de Dios, y quiétense”. No obstante, el prior empieza a leerla. Juan reacciona: “Dígame padre, de los cantares, que eso no es menester”. “Oh, qué preciosas margaritas”, exclama Juan al oír los versillos del cantar. A las doce llaman a maitines. “Fray Juan se alegra, entrega su espíritu en las manos del Señor y se va a cantar más arriba”. Y desde entonces canta como pájaro solitario en la compañía, en la comunión, de los santos. “Su voz se oye mejor cada día”, concluye Gomis que era también poeta y místico.
Aún no son las doce. «A esa hora estaré yo delante de Dios diciendo maitines«