En mi juventud compartí estudios con Espirindio, un joven de pueblo, sencillo, alegre y espiritual. Pensé: “¿Qué pecado había cometido para recibir semejante nombre?”. Al parecer, en su tierra natal era costumbre bautizar con el santo del día en que nació. Echando mano de Wikipedia, descubrí que san Espirindón es un santo muy popular en la isla de Chipre y un referente de conducta ejemplar de vida cristiana, pero ciertamente muy distante a nuestra cultura occidental y la sensibilidad estética actual. La costumbre de bautizar a los niños con nombres de santos pertenece a nuestra tradición occidental. Para la tradición bíblica, el nombre expresa la identidad que las familias reconocen o desean para su hijo. Moisés significa ‘sacado de las aguas’; Jacob: ‘fuerte con Dios’; Enmanuel: ‘Dios con nosotros’; y Juan: ‘Dios perdona’. Pero, poco a poco, esta tradición se está perdiendo. Incluso en ambientes religiosos está creciendo la opción de bautizar a los niños con nombres que nada tienen que ver con la tradición bíblica o cristiana. Aparecen nombres nuevos vinculados a parajes naturales, dioses de la mitología antigua, estrellas de la moda y el cine e, incluso, productos de consumo. También hay muchos nombres construidos por la combinación de otros. En una sociedad libre, las familias pueden poner a sus hijos el nombre que quieran y más le guste, pero si son cristianos practicantes, tendrían que tomar conciencia que la transmisión de la fe comienza desde el mismo momento en el que eligen un nombre para sus hijos.
Que los niños sean bautizados con el nombre de un santo contribuye a mantener la memoria viva de los testigos de la fe que han vivido en plenitud los valores de la entrega, la solidaridad, la fidelidad, la integridad y el amor a los pobres. En una sociedad secularizada y plural, la memoria de los santos del año litúrgico se va perdiendo en la memoria colectiva y se van sustituyendo por días vinculados a causas nobles y derechos sociales, como el día de los derechos del niño, de la lucha contra el cáncer, de la mujer, del orgullo LGTBI, del medioambiente y muchos otros. Sin duda, es un “signo de los tiempos” incorporar estos días internacionales a nuestros proyectos educativos.
Un calendario en diálogo fecundo
Mientras promovemos este nuevo calendario, podemos perder la memoria de los santos, que fueron pioneros en derechos sociales, sustituyéndolos por otros personajes de perfil más secular y vinculados al relato ideológico de la izquierda cultural. En la agenda secular, interesa más vincular la educación de la modernidad con Rousseau que con san José de Calasanz, la innovación educativa a Giner de los Ríos que a san Juan Bosco. Aparece como mejor referente en feminismo Simone de Beauvoir que santa Micaela, apóstol de la mujer marginada.
La familia, la escuela, la iglesia y la sociedad en general deben recuperar el relato de santidad de sus mejores referentes religiosos y sociales. No se trata de volver a una sociedad de cristiandad donde solo se permitía un relato o de sustituir lo nuevo por lo viejo, sino hacer que convivan en un diálogo fecundo. La tradición cristiana más auténtica debe convivir con la novedad que trae nuestra época. Cada santo es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio. Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque “esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4,3).
No solo se debería recuperar la tradición de poner nombres cristianos a los niños, habría que transmitirles que Dios los llama a vivir una vida plena y feliz, en santidad. Y ese proyecto es posible dejando que la gracia recibida en el bautismo crezca y fructifique en buenas obras. Hacer memoria de los santos es una estrategia didáctica que deberíamos incorporar a nuestros proyectos educativos. Serían una escuela de virtudes para los niños y fuente de inspiración para que descubran la vocación a la que Dios les llama.