Purificar
En el mito del buen salvaje se recoge la creencia de que los seres humanos, en su estado natural, son pacíficos, desinteresados y tranquilos, que males como la codicia, la ansiedad y la violencia son productos de la civilización.
Es cierto que la experiencia nos muestra que la naturaleza humana es frágil y se corrompe con facilidad por las malas influencias del ambiente, pero, aun con una buena educación, los niños no se libran de la amenaza de la corrupción y el mal. Los niños que no reciben un cuidado adecuado hablan de modo grosero, no cuidan su higiene personal, son violentos y no tienen hábitos de trabajo. Un buen reflejo de esta realidad lo encontramos en los que crecen solos en las calles sin cuidado alguno. La falta de cuidado impacta sobre su salud, perjudica sus relaciones sociales y le bloquea los procesos de aprendizaje. Adquiere malos hábitos por la mala alimentación e higiene personal, por una exposición inadecuada a la televisión o videojuegos, por la falta de orden en horarios y, por supuesto, por conductas de abuso y por los malos ejemplos de los mayores. Todo sistema educativo ha de tener en cuenta la situación de vulnerabilidad en la que crecen los educandos. Están sometidos a la influencia del “pecado del mundo” y a sus propias tendencias torcidas al mal. Los débiles son los más fácilmente se corrompen, así que es muy oportuno reflexionar sobre la educación como proceso de purificación.
En la práctica religiosa del judaísmo, encontramos ritos de purificación que limpian la acción destructiva del pecado. El ser humano se contamina por los malos pensamientos y acciones, y necesita una limpieza que lo devuelva a su estado original. El libro del Levítico está lleno de normas estrictas de purificación que impiden que la persona se contamine con la ingesta de determinados alimentos y con relaciones sexuales inadecuadas. Estos ritos eran necesarios para restaurar la comunión consigo mismo, con los demás y con Dios. La verdadera impureza es el pecado que habita dentro del corazón humano, que “es lo más engañoso que hay y extremadamente perverso” (Jr 17,9). Aun con buena educación, el ser humano sigue esclavo del pecado y necesita de un proceso de purificación: “Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal y aprended a obrar bien” (Is 1,16-18).
Frente a los fariseos que estaban obsesionados por la pureza ritual, Jesús proclama que la impureza viene de dentro, del corazón de la persona: “No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre” (Mt 15,11). Declara que el mal existe y brota del corazón del ser humano. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, pero también hay en nosotros una inclinación a la corrupción que en nuestra tradición religiosa lo llamamos “pecado”. En cada uno de nosotros convive el trigo con la cizaña, lo noble con lo perverso, la gracia y el pecado. Hay una división íntima del ser humano. “Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (Gaudium et spes 13).
Educación y salvación
José de Calasanz decía que la acción educativa ilumina para el bien (el educador ha de mostrar la bondad, la verdad y la belleza con su buen ejemplo y la propuesta de contenidos valiosos y útiles) y previene y cura el mal (el educador ha de prevenirles de conductas e ideologías que los contaminan y, cuando estos están dañados, hay que emprender un proceso de purificación). La educación gira en torno a la salvación, conjuntamente, del alma y del cuerpo. A través de la educación en piedad y letras (fe y cultura), los niños son liberados de la esclavitud del pecado y de la ignorancia para alcanzar una vida plena e íntegra. Hay que educar en la conciencia moral de los alumnos de modo que tomen conciencia de la potencia destructiva del pecado, pero también de la acción purificadora de la gracia de Dios. Y el educador debe ayudar a los alumnos para que identifiquen y se despojen de los pensamientos, emociones y conductas que le impiden un verdadero crecimiento integral. El cultivo de una autentica piedad cristiana es una herramienta potente para que los niños puedan crecer en gracia y sabiduría.
Todo sistema educativo ha de tener en cuenta
la situación de vulnerabilidad en la que crecen los educandos