No podíamos perder el tren
Varias iniciativas internacionales impulsan un renovado enfoque competencial. El Espacio Europeo de Educación 2025 es la referencia decisiva. Pero ¿debe el currículo de Religión subirse a ese tren?
Son numerosas las evidencias que indican un nuevo tiempo para la escuela en términos curriculares. Los cambios tan vertiginosos que la tecnología y la globalización, entre otros factores, están provocando en nuestras vidas obligan a repensar a fondo la educación. La formación ya no puede circunscribirse a unos años escolares ni la escuela puede reducirse a la transmisión del conocimiento. El aprendizaje deberá prolongarse, necesariamente, a lo largo de toda la vida, y deberá repensar sus prioridades, ensanchando lo oficialmente racional para promover holísticamente todas las dimensiones de lo humano preparando para la vida y cuidando el ser.
Los cambios curriculares son solo la punta del iceberg de una profunda transformación que afecta a la escuela y a la sociedad. Avanzan con demasiada lentitud. Las competencias son un ejemplo de transformación y de lentitud. Sus antecedentes están en el Informe Scans, de raíces norteamericanas, “lo que el trabajo exige de las escuelas”; también en el Informe DeSeCo, de raíces más europeas, “competencias para la vida”; ambos de finales del siglo pasado. La Unión Europea las asumió como propias e hizo su primera propuesta formal en 2006.
En nuestro contexto, la Ley Orgánica de Educación (LOE) en ese mismo año se refirió muy superficialmente a las competencias, las calificó erróneamente de básicas. La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) las incorporó como competencias clave en 2013, y su descripción llegó dos años más tarde. Las competencias, casi tres décadas después, ya nos suenan a todos y hasta utilizamos su nomenclatura en nuestras programaciones y tareas docentes. Pero hay que reconocer que apenas han cumplido sus objetivos iniciales. Si lo pensamos con cierta hondura, acabaremos confesando que nuestra práctica educativa sigue anclada en la transmisión y evaluación de conocimientos; nuestra docencia se ha actualizado en los medios, la innovación solo ha alcanzado niveles superficiales; pero, si hablamos de los fines últimos de la educación, seguimos anclados en otro tiempo.
Pero la historia no se detiene
La Unión Europea ha repensado las competencias clave en 2018 y ha corregido su enfoque, hasta entonces, demasiado utilitarista y economicista. Una cierta humanización ha llegado no solo a los medios, también a los fines de la educación. Además, el Espacio Europeo de Educación es ya un objetivo para 2025. La Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLOE) no ha podido evitar esta tendencia y, con su perfil de salida y el enfoque competencial del currículo, trata de subirse a ese tren. No resulta fácil evaluar ahora ya si estas medidas curriculares son acertadas o no. Están alumbrándose y habrá que comprobar sus efectos.
En este contexto, emergen preguntas: la pedagogía de la religión, ¿debe subirse al tren de las competencias? La Teología, como fuente epistemológica del currículo de Religión, ¿debe dialogar con la Psicopedagogía y la Sociología, que son las otras fuentes del currículo? El nuevo currículo, ¿debe plantearse en términos competenciales? Para algunos, sería más prudente dejar pasar este tren y mantener intacta una narración doctrinal ya conocida que gira sobre sí misma. Piensan en un currículo de Religión cognitivo, a modo de bastión o baluarte que nos proteja de los ataques enemigos.
Nosotros creemos que hay que atreverse al diálogo. La Teología debe llegar a la escuela en diálogo con las otras fuentes curriculares; en diálogo con las culturas y con los signos de los tiempos; debe inculturarse y armonizarse con las finalidades propias de la escuela. Pues bien, aplaudimos que el nuevo currículo de Religión sea fruto del diálogo con la escuela, mantenga su originalidad y facilite la cooperación transversal en la programación escolar. Por esto, la clase de Religión no ha perdido el tren de la historia.