Un nombre
Llevaba gafas de sol de espejo, peluca rubia peinada extrañamente sobre la cara y un gorro de lana. El maquillaje apenas cubría su barba, que contrastaba con aquellos labios temblorosos pintados de rojo. Aquel día, decidió llamarse María. El miedo le impidió pronunciar su verdadero nombre. María está viviendo en un centro de la fundación San Martín de Porres. Allí, recibe atención psicológica. El centro es su tabla de salvación: sus padres la echaron de casa por haber iniciado la transición sexual.
Y es que María nació en cuerpo de hombre. Y es que sus padres son testigos de Jehová. Y es que, en su casa, la religión se ha convertido en arma de estigmatización y condena. La religión es también germen de la organización que se ha convertido en su hogar. Curioso, ¿no? Dos maneras distintas de entender la fe en el mismo Dios. Dos formas de emplearla: como abrazo o como látigo. Y un ser doliente en el centro de la batalla.
Por desgracia, muchos jóvenes solo conocen la segunda versión. Cabría preguntarse qué hemos hecho mal para que casi nadie sepa que instituciones de Iglesia acompañan a personas LGTB víctimas de discriminación. Para que se meta en el mismo saco a fanáticos negacionistas y misioneros de la liberación; a inquisidores y agentes del cambio que luchan por la inclusión, la acogida, la libertad. Tienen poco en común. Pero la sociedad los asimila y reduce a la peor caricatura. ¿Sabrá la asignatura de Religión salir de los esquemas reglados de la ortodoxia académica para contar esa otra Iglesia que se deja la piel devolviendo la esperanza a personas como María? ¿Podrá sobrevivir a las batallas políticas que la reducen a una moneda de plata rodando de mano en mano, legislatura tras legislatura, y hacerlo encontrando un espacio y un discurso que permita a María volver a pronunciar su verdadero nombre? Quiero creer que sí.