No va a ser fácil despedir el curso sin el encuentro personal con los alumnos. A la carga añadida de adecuar, desde marzo, nuestra docencia al corsé de las tecnologías y de disciplinarnos en el seguimiento telemático del alumnado, se va a sumar, en este mes de junio, la nostalgia de un final que solo va a poder ser término de actividad lectiva, sin más, esperando que el temporizador de la cuenta atrás de las rutinas administrativas suene cuanto antes y sin conflictos con la inspección educativa. Sin rela-ciones personales, sin encuentros, sin acompañar, reprochando, el esfuerzo de los que quieren hacer en dos semanas lo que no hicieron antes o ani-mando a intentarlo a los que ya se resignan a otro fracaso, el fin de curso será solo burocracia esco-lar. Un final así es, sobre todo para nuestros alumnos, un final triste.
La simulación de que la enseñanza tele-mática puede susti-tuir a una comunidadescolar que vive, crece, convive y aprende juntas tiene que llegar a su fin. Sin el encuentro, sin la relación personal, la docencia se convierte en un activismo curricular que anula el secreto de lo que nos hace humanos.
Tocará aprender que educar no era hacer el trabajo sucio de la selección de personal al mercado laboral
Los aprendizajes de las generaciones que hubie-ron de enfrentarse a acontecimientos como los vividos estos meses no se cuantificaron en sus boletines de calificaciones: algunas debieron aprender a superar los odios, otras a reconstruir lo que la sinrazón destrozó, otras a sobrevivir con poco y trabajar por el futuro. A nosotros nos tocará aprender que educar no era hacer el trabajo sucio de la selección de personal al mercado labo-ral o llegar, de la mano de la tecnociencia, a un horizonte que desdoble y optimice, sin medida, los límites de lo humano. El virus más peligroso, ya lo advirtió Francisco, será el del egoísmo indi-ferente. La escuela que queremos, la que necesi-tamos, ha ser la que, porque reconoce la vulne-rabilidad, se compromete en el aprendizaje del cuidado mutuo y de la naturaleza.