Desde la revista, llevamos mucho tiempo defendiendo la necesidad de renovar el discurso que legitima la presencia de nuestra asignatura en el sistema educativo, reivindicando, más allá de argumentos legales, la importancia de este campo del conocimiento humano, por el alcance de sus contribuciones educativas y porque su articulación curricular en la escuela es una expresión de la pluralidad y diversidad de las cosmovisiones presentes en la sociedad, que han de encontrarse en el ágora de la educación para avanzar en el bien común. Si eso no se hace en un proceso escolar, ¿cómo puede conseguirse?
Pero, y debemos saber transmitirlo a la comunidad educativa y a la sociedad, la presencia del profesorado de Religión también es un bien para la escuela. Su presencia es un recordatorio de que no se puede construir lo común si no se respeta y defiende la identidad, también religiosa, de cada alumno. Por la naturaleza de nuestra tarea educativa, de los saberes que hemos de transmitir y que se orientan al perfil de salida propuesto para todos los alumnos, estamos invitados a volver, una y otra vez, la mirada al alumnado, para que descubra que progresar en el conocimiento solo nos hace más humanos, cuando va unido al conocimiento de uno mismo, de los demás y a construir espacios de ciudadanía sin exclusiones. Afirmándolo y tejiéndolo en la comunidad escolar, trabajamos por el bien común. Si, como ha escrito Carlos Esteban, el currículo de Religión ha hecho mejor a la LOMLOE, podríamos convenir que la presencia del profesorado de Religión también contribuye a hacer mejores y más plurales a los claustros.
Esa presencia necesita asentarse en un estatuto de normalidad. Ahora que el Ministerio avanza en el estatuto docente, es necesario reivindicar el reconocimiento pleno de derechos laborales y un acceso a la tarea docente en condiciones equiparables a los demás. Por ahí va el reto.
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Director de Religión y escuela
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